LA VIVIENDA EN EL ATOLLADERO | Por Santiago López Legarda

"En alguna ocasión hemos dicho en estas páginas de ALCALÁ HOY que lo que estaba pasando en España con la vivienda podía definirse como una conspiración de los pudientes contra los necesitados. Y ahora podemos añadir que esa conspiración (esa lucha de clases o de ricos contra pobres, si me permiten decirlo en estos términos) se da prácticamente en todo el mundo, o por lo menos en todo el mundo del capitalismo triunfante".

Foto de Ricardo Espinosa Ibeas
  • El acceso a una vivienda digna va a seguir siendo una utopía para una parte muy importante, quizás la más importante, de la sociedad.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

 

¿Quiénes son los necesitados o perjudicados en esta lucha? La identificación parece fácil: los jóvenes que quieren emanciparse, los inmigrantes, los ciudadanos que por alguna razón han perdido su vivienda, los trabajadores que buscan empleo y deben trasladarse allá donde las oportunidades existen. ¿Quiénes son los pudientes, los ricos, los aprovechados? Aquí la respuesta no es tan fácil y desde luego es más dolorosa, porque el enemigo, los aprovechados, somos nosotros mismos, los propios ciudadanos que nos echamos las manos a la cabeza al ver el esfuerzo descomunal que deben asumir los necesitados para acceder a ese derecho constitucional llamado una vivienda digna.

Se habla mucho, por ejemplo, de fondos buitre, pero lo cierto es que este tipo de empresas apenas controlan el 10 por ciento de todo el mercado de viviendas en alquiler mientras los particulares controlan el resto. Y existen múltiples factores que nos han llevado a la situación actual: la demanda es muy fuerte y la oferta es escasa, muchos propietarios prefieren pasarse al alquiler turístico, que es más rentable y más seguro que el alquiler residencial, otros muchos prefieren tener sus viviendas desocupadas por el miedo a las malas o malísimas experiencias con los inquilinos.

Así, pues, el problema afecta a muchísima gente, pero beneficia también a muchísima gente que obtiene suculentos ingresos; y yo no sé qué parte de esta ecuación es la más numerosa. Y no creo que haya una solución satisfactoria a corto y medio plazo. Para comprenderlo tenemos que remontarnos un poco en el tiempo y hablar de dos factores que, a mi juicio, están en el origen o son la raíz del sufrimiento actual.

El primero de esos factores es la inoperancia absoluta de las administraciones públicas a lo largo de las casi cinco décadas que llevamos disfrutando nuestro actual régimen democrático. No hay más que salir a la calle y dar un paseo para comprobar los miles de viviendas que se construyeron en las últimas décadas del franquismo y las primeras de la democracia bajo el paraguas de la protección oficial. Al parecer nadie vio venir la tormenta perfecta que se estaba fraguando y se permitió que todas esas viviendas pasasen al mercado libre sin más. Y no solo eso, sino que en los últimos años algunas administraciones públicas intentaron vender las viviendas que haían construido a los llamados fondos “buitre”. De haber permanecido en el mercado protegido el precio de compraventa, una vez actualizado con el IPC , estaría aproximadamente en la mitad de lo que está a día de hoy. Y ya se sabe que el precio del alquiler está estrechamente relacionado con el precio de compraventa.

Por su puesto, esta política de mantener a perpetuidad la protección oficial habría dado lugar a dos mercados de la vivienda: el oficial y el libre. Y habría aparecido también, no me cabe ninguna duda, un tercer mercado: el negro. Pero se supone que existen notarías, registros de la propiedad, agencias tributarias y una cierta capacidad de vigilancia por parte de las administraciones. El daño ya está hecho y es irreversible a corto y medio plazo: la capacidad actual de promover vivienda pública a precios razonables es apenas un cubo de agua en el mar convulso de las necesidades sociales.

El otro factor explicativo, que quizá no se quiere ver porque es un fenómeno del que todos hemos sido partícipes, es lo que podríamos llamar los efectos colaterales de la prosperidad. ¿Qué ha hecho la ciudadanía cada vez que, con gran esfuerzo, conseguía reunir unos ahorros? Comprar un piso. Y ese movimiento del ahorro hacia el mercado inmobiliario ha generado unos precios estratosféricos. Ha pasado con el ladrillo como con el oro: se le ha considerado el valor refugio por encima de todas las cosas. Desde 1970 la onza de oro ha multiplicado su precio por unas 75 veces. Con el ladrillo, por fortuna, la la cosa no es tan grave, pero no le anda muy lejos. Una vivienda modesta, de las más modestas de nuestra ciudad, que hoy se vende por unos 125000 euros, podía comprarse en 1970 por menos de medio millón de pesetas. Eso significa multiplicar el precio por casi cincuenta veces. En el mismo período el índice general de precios en España se ha multiplicado por unas 25 veces. O sea, que el precio de la vivienda ha crecido a un ritmo que es el doble de la tasa anual de inflación.

Como decíamos más arriba, una solución satisfactoria no existe. Pero entre las ideas que se han barajado para tratar de paliar la situación, quizá la más interesante sea la de convencer a más propietarios para que aporten sus viviendas al mercado de alquiler residencial. Por un lado puede limitarse o “castigarse” fiscalmente la tendencia al alquiler turístico y por otro puede y debe garantizarse a los propietarios que cobrarán la renta pactada, sean cuales sean las circunstancias que les sobrevengan a los inquilinos durante el tiempo del contrato. En todo caso estamos en un atolladero del que no vamos a salir a medio plazo y el acceso a una vivienda digna va a seguir siendo una utopía para una parte muy importante, quizás la más importante, de la sociedad.

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1 Comentario

  1. Estoy de acuerdo con la opinión del señor López Legarda, aunque me gustaría añadir algunas puntualizaciones. En primer lugar, la inoperancia política, tanto desde un lado como desde el otro, a la hora de estabilizar un mercado tan importante como deseablemente ajeno a los vaivenes políticos. Y por si fuera poco encubren su fracaso, muy a su estilo, con medidas cosméticas y de pura fachada de nula o prácticamente nula efectividad real.
    Así, por ejemplo, llevan tiempo insinuando la posibilidad de castigar fiscalmente a los pisos vacíos como forma de forzarlos a salir al mercado de alquiler, sin plantearse siquiera las razones por las que estos pisos están así. Cabe suponer que haya mucha casuística, pero en general si sus propietarios no lo hacen asumiendo el lucro cesante es de pensar que sea por una causa real. Por ejemplo, se me ocurre que si no existiera la indefensión legal ante los impagos de los inquilinos y ante los okupas de la patada en la puerta, las cosas podrían mejorar bastante. Asimismo, también sería más efectivo -y menos estalinista- incentivar el alquiler que castigar el no hacerlo.
    Hay también otro factor importante que no suele ser considerado: el crecimiento desmesurado de las grandes áreas metropolitanas mientras el resto del país se vacía, lo que provoca unas aglomeraciones urbanas cada vez mayores y cada vez más caóticas. Y aquí la razón es clara: la falta de puestos de trabajo en la España vaciada, algo que antaño tenía su justificación por la deficiente red de comunicaciones española, ahora no la tiene en absoluto. Si hubiera una política de fomento de la reindustrialización de estas zonas y se crearan allí suficientes puestos de trabajo, se reorganizaría la población beneficiando a ambas partes. Supongo que no resultará fácil hacerlo, pero tampoco veo el menor interés en intentar hacerlo.
    Y no sólo industria. Hace unos meses hice una pequeña escapada a un pueblo turístico de Soria. Pese a estar a corta distancia de una autovía no teníamos cobertura de internet de nuestra compañía, sólo había la del antiguo monopolio y, según nos dijo el dueño del hotel, ni siquiera funcionaba bien. Es decir, que ni siquiera algo tan descentralizado y teóricamente sencillo como es el teletrabajo está favorecido por las infraestructuras actuales. Y no digo ya de la falta de servicios médicos, educativos, etc.
    Soy de la opinión que mucha de la gente que actualmente malvive en las grandes áreas metropolitanas, perdiendo varias horas al día en los cada vez más largos trayectos de su casa al trabajo, verían con buenos ojos irse a vivir si no a pueblos pequeños, sí a las capitales provinciales e incluso a las cabeceras comarcales; pero no se lo ponen nada fácil, sino al contrario, pese a que esto beneficiaría a las zonas deprimidas y quitaría presión demográfica a las cada vez más agobiadas e injumanas megalópolis.

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