Investiduras septembrinas | Por Santiago López Legarda

A mí siempre me ha parecido un poco teatral y artificiosa esa aparente incompatibilidad entre populares y socialistas. Y, en ausencia de una potente fuerza política de centro, resulta que ambos partidos son fronterizos, puesto que hay al menos dos o tres millones de ciudadanos que podrían votar a uno u otro según las circunstancias.

  • Pronto se van a cumplir 45 años desde el último referéndum constitucional y no parece que estemos en las mejores condiciones para celebrar ese aniversario.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

Ya se sabe que una de las peores desgracias de la política española es la ausencia de un partido de centro (liberal, democristiano o socialdemócrata) con el que pudieran formarse mayorías de centro-derecha o de centro-izquierda para la gobernación del país. Intentos de crearlo ha habidos muchos, pero no ha cuajado ninguno. Para los más jóvenes lectores de ALCALÁ HOY – y seguramente también para los mayores – cabe recordar aquel lejano proyecto llamado Operación Roca, que se proponía nada menos que llevar a La Moncloa al catalanista Miquel Roca Junyent. El único diputado que obtuvieron fue el del propio Roca, que como era y es un hombre muy avisado, tuvo la precaución de presentarse por la circunscripción de Barcelona.

Después ha habido otros intentos más exitosos, como el de UPD  o el de CIUDADANOS, pero también han acabado diluyéndose, quizá por sus propios errores o quizá porque los españoles llevamos algo en los genes que nos impulsa a detestar o despreciar las posiciones templadas. Ni carne ni pescado, dice el refranero para referirse a quienes  no optan claramente por una postura o tienen una llena de matices. Albert Rivera saltó al ruedo nacional al grito de “ni rojos ni azules” y ya vimos en qué acabó aquello.

Desde las Cortes de Cádiz hasta la Restauración nuestros antepasados del siglo XIX aprobaron lo menos media docena de Constituciones de las que sistemáticamente quedaba excluida la media España que en aquel momento estuviera fuera del poder. Hubo que esperar un siglo entero ( incluidas unas cuantas guerras civiles y una horrorosa dictadura posterior a la peor de esas guerras) para llegar a un momento, año de gracia de 1978, en que los españoles conseguimos asombrar al mundo y estar casi tan contentos como cuando se ganó el Mundial de Sudáfrica: una Constitución elaborada por consenso, en la que cabían todos, incluidos los nacionalistas periféricos, con la que podían gobernar tanto la izquierda como la derecha.

Pronto se van a cumplir 45 años desde el último referendum constitucional y no parece que estemos en las mejores condiciones para celebrar ese aniversario. De nuevo tenemos la sensación de estar perdidos en el laberinto, de ser incapaces de buscar inspiración en aquel ejemplo de generosidad y espíritu de concordia que nos legaron nuestros mayores durante aquellos años de la transición. Y en medio de ese laberinto, que en todo caso es menos dramático de lo que nos quieren hacer creer algunas voces autorizadas de la derecha, a mí me parece que es preferible ir a una repetición de las elecciones que un Gobierno negociado con un prófugo de la justicia, cuyo delito fue el intento de subvertir nuestro orden constitucional.

El panorama es el siguiente: puesto que las urnas no arrojaron una mayoría clara, el candidato de la derecha, semanas antes de que se le acabe el plazo para buscar alianzas, parece renunciar a su propia investidura y se ha lanzado a hacer campaña contra la posible investidura de su rival de izquierdas. Este último, que está más lejos de la mayoría absoluta de lo que estaba en la anterior legislatura, intenta tejer una mayoría de gobierno con unos miembres que a muchos se les antojan, o se nos antojan, casi imposibles. Un intento empecinado, que ya va dejando algunos cadáveres por el camino, como la presidenta del Congreso en la legislatura anterior o el antiguo Secretario General de los socialistas vascos. Es posible que ese intento, luego de las concesiones que ya se han hecho al mundo nacionalista, más las que podrían hacerse, fructifique al fin, pero sinceramente no le arriendo la ganancia ni a Pedro Sánchez  ni al conjunto de la ciudadanía española.

Una repetición electoral no es mala en sí misma, pero si se piensa que hay que evitarla a toda costa, entonces habría que explorar otros caminos, empezando por preguntarse por el sentido del voto ciudadano el 23-J. El mensaje principal de aquella  noche electoral no fue que Núñez Feijoó debía ser el nuevo jefe del Ejecutivo, pero tampoco fue que debía seguir siéndolo Pedro Sánchez. El mensaje más nítido, que además es el que expresan la mayoría de los ciudadanos en las encuestas, fue que los partidos del arco parlamentario deberían entenderse  para proporcionarle a la nación un Gobierno estable. Y la mayor responsabilidad en esa tarea de entendimiento les corresponde al Partido Popular y al Partido Socialista, que conjuntamente representan más del 65 por ciento de los votos emitidos en los comicios de julio.

A mí siempre me ha parecido un poco teatral y artificiosa esa aparente incompatibilidad entre populares y socialistas. Y, en ausencia de una potente fuerza política de centro, resulta que ambos partidos son fronterizos, puesto que hay al menos dos o tres millones de ciudadanos que podrían votar a uno u otro según las circunstancias. La Constitución del 78 impone además, para ciertas cosas fundamentales, unas mayorías reforzadas que hoy por hoy son imposibles de conseguir sin el concurso del PP y el PSOE. ¿Qué habría de malo en qué ambos partidos compartieran el poder durante una legislatura? El Presidente no podría ser, en ese caso, ni Núñez Feijoó ni Sánchez. Habría que buscar un candidato o candidata aceptable para ambas partes y un programa mínimo que incluyera soluciones de largo plazo para cuestiones como la sanidad, la educación, la vivienda, la presión fiscal, la financiación autonómica, el poder judicial y la reforma constitucional.

Se puede colaborar y se puede debatir al mismo tiempo. Junto a la tarea de gobierno compartida, PSOE y PP tendrían las manos libres para convencer a los electores de que ellos son los mejores. Y cuando llegasen las siguientes elecciones pues tendríamos ocasión de comprobar quién había tenido más éxito en esa tarea de proselitismo. A mí me parece que esta solución se parecería más al espíritu y la letra de la Transición que al menú actual de investiduras fallidas, amnistías y puigdemones  que se nos está ofreciendo.

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