- Manuel Vicente Sánchez Moltó es Cronista Oficial de Alcalá de Henares
El pasado 20 de diciembre el Ayuntamiento en pleno acordó recordar con una placa conmemorativa a Melchor Rodríguez, conocido como el “ángel rojo”. Resulta muy difícil que una decisión municipal en nuestra ciudad obtenga, como ha sido este el caso, la unanimidad de las seis formaciones políticas que conforman la corporación. Esta excepcional circunstancia ha hecho que algunas personas me hayan mostrado su interés por el homenajeado y su relación con Alcalá. Les he venido remitiendo a la prensa, tanto digital como impresa, que se ha ocupado del asunto.
Pero hace unos días he recibido información del lugar previsto para instalar la placa y esta circunstancia me ha decidido a escribir este artículo con el fin de aclarar donde tuvo lugar el suceso que, como ya habrá intuido el lector, no es el previsto. Aún hay tiempo para rectificar.
Aprovecho para dar a conocer algunos detalles a los interesados sobre el personaje y cómo transcurrieron los acontecimientos. Tras las terribles “sacas” de presos de los días 6, 7 y 8 de noviembre de 1936 en las que numerosos presos fueron sacados de las prisiones de Madrid y fusilados en Paracuellos, el 10 de noviembre el ministro de Justicia, el anarquista Juan García Oliver, nombra Inspector General de Prisiones de Madrid al, también anarquista, Melchor Rodríguez. Esa misma noche se persona en las prisiones y logra evitar tres nuevas sacas y parar a varios autobuses cargados de presos que, seguramente habrían acabado del mismo modo. Expulsa a los comités de las cárceles, aplicando la legalidad republicana.
Llevaba tan solo quince días en el cargo, cuando recibe la noticia de que una nueva saca había terminado con 21 presos fusilados y presenta de inmediato su dimisión. Presionado por el cuerpo diplomático y por varios sectores republicanos y anarquistas, decide aceptar su nombramiento el 4 de diciembre como Delegado de Prisiones de la República con poderes plenipotenciarios del Ministro de Justicia. Su primera decisión fue prohibir los traslados de presos entre las 7 de la tarde y las 7 de la mañana y restituye la autoridad de los funcionarios de prisiones, como responsables de la seguridad de los presos. De este modo logró evitar las sacas y los fusilamientos.
En la mañana del seis de diciembre de 1936, dos días después de su nombramiento, un bombardeo de la aviación franquista sobre Guadalajara causó un elevado número de víctimas en el barrio obrero de la Estación. En venganza, por la tarde, un grupo de milicianos asaltó la prisión provincial asesinando a 282 presos considerados no afectos a la República, la práctica totalidad por razones políticas y religiosas (sólo uno logró salvarse al esconderse en una leñera).
Dos días después la historia estuvo a punto de repetirse en Alcalá. Tras un bombardeo con víctimas, varios milicianos se dirigen a la prisión, en la calle de Santo Tomás, con la pretensión de ajusticiar a los presos políticos aquí recluidos y que habían sido evacuados de la cárcel Modelo de Madrid el 16 de noviembre. En total 1.532 reclusos. Muy preocupado por la situación, el alcalde de Alcalá telefonea al director de la prisión, Antonio Fernández Moreno, para informarle de esta circunstancia. Fernández Moreno telefonea a su vez al Delegado Especial de Prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, que había sido nombrado por el ministro de Justicia García Oliver, igualmente miembro de la CNT. Esa misma mañana Melchor Rodríguez le había insistido al director de la prisión de Alcalá que donde primero se defiende la República es en las cárceles, debiendo asegurarse la justicia y el imperio de la ley. No puede contactar con él, ya que se da la circunstancia de que se encontraba de camino a Alcalá.
Entre tanto los milicianos armados llegan hasta el despacho del director, invadiendo el vestíbulo de entrada, las oficinas y el patio. Los guardias de la prisión se suman a los milicianos, dejando sin protección el director y los funcionarios del penal. Exigen al director la apertura de las celdas para llevarse a los presos, a lo que éste, “bajito de cuerpo pero grande de alma”, según palabras de Rafael Luca de Tena, se niega a entregarlos, lo que hace que la situación se tense progresivamente. En ese momento, enviado por el general Pozas, hace acto de presencia el capitán Madroñero, de milicias, que intenta que los asaltantes depongan su actitud, sin ningún éxito.
En esas llega Melchor Rodríguez, acompañado de su secretario, Juan Batista, el conductor, Paquito Pando, y dos guardias civiles de escolta, Rexach y Jesús González. A duras penas consigue abrirse paso hasta el despacho del director y da orden de que los presos permanezcan encerrados en la galería y que los funcionarios no abandonen sus puestos. Inmediatamente se enfrenta a las descontroladas masas y a los milicianos que reconoce como miembros de la División del Campesino, que no dudan en insultar y acusarle de fascista por proteger a los presos, le amenazan de muerte, llegando a encañonarle en varios momentos.
En un momento concreto, cuando la situación había alcanzado uno de los momentos más dramáticos, se enfrenta con los asaltante con la amenaza de que si le matan y penetran en las galerías se iban a ter que enfrentar con los presos, ya que había dado la orden de armarlos, lo que desconcierta a los milicianos, que demandan una respuesta del comandante Coca, de la división del Campesino, que observaba la situación sin intervenir. Se trataba de un “farol” que afortunadamente le salió bien ya que en realidad las órdenes que había dado a Batista es que si era arrollado, la escolta disparase al aire y protegiese a los funcionarios.
Tras un largo enfrentamiento dialéctico repleto de insultos, amenazas y empujones, tres horas después Coca decide abandonar la prisión y, con él, los milicianos. Así lo recordaría años más tarde el propio protagonista: “¡Qué momentos más terribles aquellos! (…) Qué batalla más larga tuve que librar hasta lograr sacar al exterior a todos los asaltantes haciéndoles desistir de sus feroces propósitos. Y todo ello ante el tembloroso espanto de mi escolta, que, aterrados y sin saber qué hacer, se limitaron a presenciar aquel drama”.
Ante la posibilidad de que se registre un nuevo ataque, pasadas las ocho de la tarde, Melchor Rodríguez telefonea al general Pozas, quien se lava las manos respondiéndole que la protección de los presos era responsabilidad del comandante de Milicias, que como ya vimos, no había movido un dedo. Desoyendo los consejos de sus acompañantes, decide dirigirse a San Felipe, con el fin de que exigir a Coca la seguridad de los reclusos. Allí se recrudece el enfrentamiento entre ambos, llegando a enzarzarse en golpes y zarandeos. Ante el cariz que estaba tomando el enfrentamiento, Melchor Rodríguez decide retirarse y dirigirse al Ayuntamiento, donde mantiene una charla con el alcalde, algunos concejales y representantes políticos y sindicales, haciéndoles responsables de lo que les pudiese suceder a los reclusos. Del Ayuntamiento regresa a la prisión, recorriendo las galerías e infundiendo tranquilidad a los presos.
Una vez asegurada la situación, ya de madrugada y después de casi siete horas, pone rumbo a Madrid, donde recibe una orden tajante de hacer acto de presencia en el Comité Regional de la CNT. Allí tiene que explicar su actuación que a punto ha estado de provocar una batalla con los comunistas. Al día siguiente regresa a Alcalá, acompañado del embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado. Los presos le obsequian con un avión de madera con su nombre en la figura del piloto y el de Batista en la del copiloto. Raimundo Fernández Cuesta, camuflado con el nombre de Ramón Hernández Cueto, en nombre de los presos le ofreció el reconocimiento y la gratitud de todos ellos.
Entre los 1.532 presos a los que Melchor Rodríguez salvó la vida en la cárcel de Alcalá se contaban algunos de los nombres más relevantes del régimen de Franco: los monárquicos Rafael y Cayetano Luca de Tena, los falangistas Raimundo Fernández Cuesta y Rafael Sánchez Mazas, el secretario de la CEDA Alberto Martín-Artajo, los generales Agustín Muñoz Grandes y Valentín Gallarza, el cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer o el hijo del dictador, Miguel Primo de Rivera. Además de otros personajes de gran popularidad, como el doctor Mariano Gómez Ulla, el ingeniero Peña Böeuf, el futbolista Ricardo Zamora, el torero Nicanor Villalta y el locutor de radio Bobby Deglané.
Con posterioridad, Melchor Rodríguez regresó a Alcalá en varias ocasiones con el fin de realizar traslados de presos. Pero los comunistas no olvidarían el enfrentamiento y el 1 de marzo de 1937 sería destituido de su cargo por el gobierno de Juan Negrín. Pasó entonces a un segundo plano hasta dos años después cuando, tras el golpe del coronel Casado, será nombrado alcalde de Madrid, siendo el encargado de entregar el Ayuntamiento al bando franquista.
Terminada la contienda, fue sometido a un consejo de guerra, siendo absuelto. Pero, posteriormente, se le abriría un segundo consejo en el que el fiscal solicitó la pena de muerte. Las declaraciones del general Muñoz Grandes a su favor, presentando un escrito avalado por más de dos mil firmas de personas a las que había salvado la vida hizo que la pena fuera conmutada por veinte años y un día. Finalmente cumpliría cinco años en las prisiones de El Puerto de Santa María y Porlier, quedando en libertad en 1944. Permaneció en España ganándose la vida como pudo, rechazando ayudas económicas y un importante puesto de trabajo en el sindicato vertical. Continuó con su actividad política, siendo acusado y condenado en 1947 por introducir propaganda anarquista precisamente en la cárcel de Alcalá. Hasta su muerte, trabajó como vendedor de seguros viviendo él y su familia de forma muy modesta.
Melchor Rodríguez falleció el 14 de febrero de 1972 y su entierro, con rango de funeral de Estado, congregó a anarquistas y franquistas en un mismo duelo, caso único durante el Régimen. Se vieron juntos crucifijos y símbolos de la CNT y FAI, se rezaron padrenuestros y se cantó un himno anarquista.
A grandes rasgos, esta es la historia de un personaje que para unos fue el “traidor Melchor” y para otros el “ángel rojo”. Sin su valiente y enérgica intervención, la cárcel de Alcalá se habría bañado de sangre y el nombre de la ciudad, como ocurrió con Paracuellos o con Badajoz habría pasado a la historia como uno de los sucesos más deleznables de nuestra Guerra Civil. Pocos reconocimientos son tan merecidos como el de este personaje que no dudaba en defender: “Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas”. Pero, como ya avanzaba al principio, el lugar destinado para colocar la placa junto a una tapia en la entrada del teatro “La Galera”, no es el acertado. Entre otras razones, porque ese tramo de la calle Carmen Descalzo (hoy rebautizado como callejón de Basilios) en aquel tiempo se encontraba tapiado e incorporado por razones de seguridad al recinto de las dos prisiones. El lugar no debe ser otro que junto a la antigua entrada de la prisión de Alcalá, en la calle de Santo Tomás, cegada cuando el edificio se transformó en parador. Por esa puerta se accedía al despacho del director, donde se congregaron los asaltantes y donde Melchor Rodríguez se enfrentó a esa masa sedienta de venganza. En la fotografía que se acompaña se ve claramente que esa era la entrada de la prisión, como además lo atestigua la garita de guardia situada enfrente.
- Manuel Vicente Sánchez Moltó es Cronista Oficial de Alcalá de Henares