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Carvalho retrata una Alcalá de dos velocidades: monumental y cuidada en el centro, sucia y olvidada en los barrios periféricos.
- Adolfo Carvalho se define como ciudadano del mundo. Activista de derechos humanos. Cuestiono lo evidente, exploro los mundos que llevo dentro y busco que cada pensamiento y acción tengan sentido propio. Como decía Voltaire: “El sentido común es el menos común de los sentidos”.
Una ciudad que huele a historia… y a desidia : “Sábete, Sancho, que Alcalá es para vivirla… y olerla.”
El refrán cervantino, tan nuestro, podría sonar a elogio si no describiera una triste paradoja. Alcalá de Henares, ciudad Patrimonio de la Humanidad, huele —literalmente— a abandono. Entre sus calles, junto a los ecos de su glorioso pasado, se percibe también el hedor de la desidia municipal, la suciedad acumulada y la falta de gestión.
A pesar de los grandes titulares, los actos institucionales y las campañas de imagen, la realidad cotidiana que viven miles de vecinos dista mucho del discurso oficial. Basta alejarse unos metros del centro histórico para encontrar un paisaje urbano deteriorado: aceras rotas, contenedores desbordados, papeleras ausentes y zonas verdes que más parecen solares abandonados que parques públicos.
Alcalá es hoy una ciudad de contrastes. Por un lado, presume de ser la cuna de Cervantes, un referente turístico y universitario. Por otro, arrastra un problema estructural de limpieza y mantenimiento que se agrava año tras año.
En los últimos meses, el Ayuntamiento ha presumido de resultados: más de 9.500 pintadas eliminadas y 15.000 metros cuadrados de superficie limpiada, según datos publicados por La Noción (enero de 2025) y el propio portal municipal. Pero quienes caminan por los barrios saben que la suciedad vuelve con la misma rapidez con que se borra. Las pintadas reaparecen, las aceras se ennegrecen y los contenedores se llenan más rápido de lo que se vacían.
El problema no es nuevo, pero sí cada vez más visible. Los servicios de limpieza están desbordados y las quejas ciudadanas se acumulan. Según denunciaron trabajadores municipales a Cadena SER Henares, faltan manos, planificación y medios. De los 174 operarios que había hace pocos años, hoy apenas quedan 150, mientras el número de calles, parques y equipamientos públicos ha aumentado.
A todo ello se suma el incivismo de una parte de la ciudadanía, que agrava el problema y multiplica los efectos del abandono institucional. Bolsas de basura fuera de horario, pintadas reincidentes, excrementos sin recoger o muebles abandonados en plena calle son síntomas de una falta de conciencia cívica que también deteriora la convivencia.
Sin embargo, la responsabilidad última no puede diluirse. Cuando las instituciones no mantienen, supervisan ni educan, el desorden se convierte en costumbre. Y esa costumbre es el reflejo más visible de una gestión que ha renunciado a cuidar lo común.
Dos ciudades dentro de una
Pocos lugares simbolizan mejor esa dejadez que la Puerta de Madrid, conocida cariñosamente por los vecinos como “Lianchi”. Este barrio, de historia obrera y familias trabajadoras que levantaron sus hogares con esfuerzo, se ha convertido hoy en un enclave degradado, al borde de la exclusión urbana.
Caminar por sus calles es comprobar cómo el tiempo pasa sin que nada cambie: contenedores rotos, ratas, solares abandonados, aceras llenas de grietas, farolas sin luz y un olor persistente a basura y alcantarilla.
Ni el actual equipo de gobierno (Vox y Partido Popular) ni el anterior han desarrollado una política real de recuperación del barrio. Las inversiones se concentran en el centro histórico —el escaparate de la ciudad— mientras Lianchi y otros barrios del Distrito II siguen esperando actuaciones que nunca llegan. Los vecinos lo resumen con una frase tan sencilla como dolorosa: “Aquí solo vienen a limpiar cuando hay elecciones.”
Durante las campañas, el Ayuntamiento despliega sus planes de limpieza intensiva: baldeadoras, hidrolimpiadoras, vehículos de apoyo y un despliegue mediático digno de una película. Sin embargo, una vez pasan las fotos y los titulares, todo vuelve a la rutina: basura acumulada, excrementos sin recoger y un hedor que se ha vuelto parte del paisaje.
En 2024, el Ayuntamiento destinó más de 37 millones de euros al área de Medio Ambiente, limpieza y mantenimiento urbano, según el presupuesto publicado por medios locales. En teoría, una cifra suficiente para garantizar una ciudad limpia y cuidada.
En la práctica, los resultados son cuestionables. A pesar del presupuesto, los sindicatos denuncian falta de personal, maquinaria obsoleta y externalizaciones ineficaces. Las limpiezas intensivas —unas 40 jornadas al año— son más un escaparate que una solución. Su efecto dura apenas unos días y no atacan el problema de fondo: la falta de limpieza ordinaria diaria.
Mientras tanto, el Casco Histórico, donde se concentran los turistas y los actos institucionales, recibe un trato preferente: baldeos frecuentes, mobiliario nuevo, jardineras cuidadas e iluminación renovada. La imagen se cuida porque es la que se ve.
Pero la otra Alcalá —la que vive, trabaja y paga impuestos fuera del centro— siente que se la ignora. La desigualdad urbana es cada vez más evidente. Alcalá se ha convertido en una ciudad de dos velocidades: una limpia y monumental para la foto, y otra gris, sucia y olvidada para sus vecinos.
Más allá de lo estético, la falta de limpieza y mantenimiento tiene consecuencias reales: problemas sanitarios, plagas y pérdida de orgullo ciudadano. Cuando los espacios públicos se deterioran, también lo hace el sentido de pertenencia.
Alcalá de Henares no puede seguir oliendo a abandono. Ser Patrimonio de la Humanidad no consiste solo en conservar piedra vieja, sino en cuidar la vida que la rodea.
El futuro de Alcalá pasa por reconocer que la limpieza no es un lujo, sino un derecho ciudadano. Que los barrios olvidados también son patrimonio.
Todo lo anterior nace de reuniones y conversaciones con vecinas y vecinos del Distrito II de Alcalá de Henares; de notas tomadas en plazas, portales y parques; de lecturas en periódicos municipales y nacionales, y también de lo que dicen los muros de la ciudad: esas pintadas que gritan lo que las instituciones callan.
Todo ello pasado por el filtro de la experiencia personal y de un punto de vista —siempre criticable desde el respeto mutuo— que no pretende otra cosa que poner palabras donde hay cansancio.
Porque la ciudad de Cervantes merece volver a ser un lugar para vivirla… y respirarla.