- Pilar Blasco es licenciada en Lengua española y ha colaborado en publicaciones locales en temas de actualidad política y cultural.
No quiero recordar la angustia de aquellos días. No quiero saber porqué las mascarillas caseras provistas, con buen sentido y buena voluntad, de toda clase de aislantes y telas sólidas, confeccionadas de urgencia por madres costureras, no servían para evitar el virus y sí las llamadas quirúrgicas, ligeras y desajustadas, que dejan salir y entrar el aire y los miasmas por todos los huecos, esas sí; las homologadas por la autoridad competente y el comité de expertos, fabricadas en China, esas eran fetén y su uso nos daba licencia para circular sin problema en todos los ambientes. No servían tampoco las fabricadas en España. Algunas industrias nacionales se brindaron a reconvertir su producción habitual para hacer frente como fuera a la pandemia. Se ofrecieron a fabricar mascarillas y respiradores, lo que hiciera falta. Pero se requisó por parte del gobierno cualquier intento de desvío del “suministro oficial” (inexistente) y el mando único, unificado sobre la marcha. Todos a una improvisábamos artilugios de todo tipo que nos permitieran ir al súper o pasear al perro sin ser atacados por el coronavirus ni por la policía, la verdadera y la de barrio, la de las ventanas chivatas que se adhirieron voluntaria y entusiásticamente al estado de alarma agresivo, el que nos convirtió en delincuentes potenciales y reales por el hecho de hacer footing en los parques desiertos y en los parajes más insólitos.
El pánico y la psicosis derivada convirtieron la serenidad y el sentido común en objeto de persecución, descrédito y multa. En algunas gentes fanáticas de la salud y a la corrección política se hizo obligación perseguir al paseante libre y desafiante al bicho, el que bajo su responsabilidad asumía el riesgo (imaginario) de contraer el virus en una plaza del barrio totalmente vacía. Si yo no salgo, tú tampoco, que venga la policía y arreste a este insumiso libertario que, sin perro ni bolsa de la compra, se sienta a descansar al aire libre del encierro. Confinamiento, lo llamaron, según la política de cambiar el nombre a las cosas para que las cosas cambien, en ello vivimos hace años sin saberlo, la pandemia fue uno de los bancos de pruebas de la eficacia de ese método, creo que leninista, descrito entre otros por Orwell, nuestro profeta de cabecera.
No había mascarillas ni las habría mientras el gobierno no las trajera de China por los canales idóneos, los de sus hombres de confianza y sus empresas de toda fiabilidad. Ya entonces nos enteramos, los que nos informamos alternativamente, de que el ministro de Sanidad, a la sazón el señor Illa, había adjudicado para tan importante y vital misión a unos amiguetes suyos, de un pueblo de Cataluña, sin dirección fiscal conocida, sin actividad empresarial ni competencias ni medios para importar material sanitario en cantidades masivas, como requería el caso y la situación extrema en que estábamos. Pero a esas alturas la población española ya estaba en estado de shock y el presidente Sánchez salía casi a diario en RTVE a dar su “Aló presidente” respaldado por los entorchados de las fuerzas del orden público. Sin menosprecio de aquel experto en pandemias de pelo alborotado y semblante risueño, de cuyo nombre no me acuerdo salvo de su imagen de marioneta de ventrílocuo.
Mientras tanto, empresas y personas solventes, con experiencia y contactos reales en comercio internacional demostrados ofrecían sus servicios desinteresadamente (también los hubo legal y comercialmente interesados, con solvencia y medios, como es normal). Todo se rechazó mientras pasaba el tiempo vital y veíamos caer a nuestro alrededor vecinos, familiares y amigos sin mascarillas ni buenas ni malas. Y no sólo eso, sino que los gobiernos de las Comunidades autónomas a las que se les ha ido adjudicando las competencias sanitarias en todas estas décadas, las que tienen conocimientos del medio en el que gobiernan con pelos y señales, fueron también expulsadas del sistema pandémico de la noche a la mañana para adjudicar el mando único (vamos sabiendo el porqué) a personajes ajenos por completo al sistema de salud y al comercio internacional, los dos factores esenciales para atajar aquella tremenda crisis. ¿Qué podía salir mal?
No abundaré (hoy) en mi contribución a denunciar la trama criminal que otros con profesionalidad y sabiduría periodística (honor y reconocimiento a la prensa libre) han investigado y recogido en artículos, redes y libros, contra el viento y la marea políticamente correctos y perrunamente fieles al régimen socialista. A estas horas todo el mundo con ojos y oídos “abiertos” sabe lo que ocurrió con las mascarillas del Covid 19. Atentos al tráfico de test y resto de materiales, esto es la manida punta del iceberg. Este punto de inflexión de la corrupción institucional socialista no es nuevo ni el primero, y no ha hecho más que empezar. Tengo la sensación de que a su lado palidece cualquiera de las corruptelas y corrupciones, que por desgracian asolan la política española de hoy y de siempre. Pero en el inicio de este texto he descrito por qué me parece especialmente grave y especialmente cruel.