El coronarirus y la eutanasia | Por Santiago López Legarda

Si miramos a la humanidad en su conjunto y pensamos en las condiciones en que ha logrado sobrevivir y prosperar sobre el planeta, podríamos llegar a creer que el ser humano es indestructible, pero tomados individualmente, de uno en uno, somos como polvo, no somos nada, como decía el bellísimo poema que José Agustín Goytisolo escribió para su hija Julia. 

  • Esta plaga bíblica que nos azota desde hace un par de meses nos pone frente al espejo de nuestra radical fragilidad como seres vivientes.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaino que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

Trazamos nuestros planes, nos empeñamos en nuestros afanes como si fuéramos a vivir eternamente y de improviso un patógeno insignificante,  desconocido, se planta frente a nosotros y nos lanza el mensaje más devastador: tú no te escapas, tú tienes los días contados, como todos los que te rodean, aunque te aferres siempre a la esperanza de que esos días sean muchos y muy largos. Creíamos que las  grandes pandemias eran cosa del pasado y ahora tenemos que enfrentarnos a una de ellas, aunque debemos reconocer que con mejores armas que las que disponían nuestros antepasados.

Si miramos a la humanidad en su conjunto y pensamos en las condiciones en que ha logrado sobrevivir y prosperar sobre el planeta, podríamos llegar a creer que el ser humano es indestructible, pero tomados individualmente, de uno en uno, somos como polvo, no somos nada, como decía el bellísimo poema que José Agustín Goytisolo escribió para su hija Julia.  Así que las sociedades, incluida la española, que está siendo una de las más golpeadas por la enfermedad, seguirán después de esto y no sabemos con qué cambios en las formas de vivir y de relacionarnos, pero sí sabemos que muchos no llegarán o no llegaremos a ver esos cambios porque se habrán quedado o nos habremos quedado en el camino.

Foto de Fernando Villar Sellés

Por razones personales, cuyos detalles ahorraré a mis lectores, soy visitante asiduo de las residencias de ancianos desde hace una decena de años. Hablemos, por ejemplo, de la residencia Francisco de Vitoria, la más antigua y más grande de cuantas tenemos hoy en día en Alcalá. Yo la conocí al poco de haber sido inaugurada porque iba todos los meses a llevarles unos ejemplares del Boletín que publicaba el Ayuntamiento. Era como un hotel de lujo, con el servicio perfectamente uniformado, las instalaciones relucientes; hasta disponía de un bar de estilo inglés, cuya vajilla puede verse en una vitrina expositora situada en la que llaman planta noble. Si el empaque del edificio, con sus miles de metros de jardín arbolado, era imponente, el aspecto de los residentes no le iba a la zaga. Gente aún relativamente joven, muy bien cuidados y mejor vestidos, que se habían quedado prematuramente viudos o viudas y que habían decidido irse a vivir allí, imitando quizá sin saberlo a esos escritores o artistas bohemios que encontraban la felicidad viviendo de por vida en un hotel.

Pero hoy las residencias de ancianos, pese a los denodados esfuerzos de cuantos atienden a nuestros mayores, se han convertido en cementerios de elefantes, para decirlo de una manera un poco cruda. Las residencias son el Narayama al que llevamos a nuestros familiares, probablemente con dolor de corazón suyo y nuestro, cuando llegamos a un punto en que solos no pueden vivir y en casa, a pesar de los pesares y de todo lo que se esta diciendo y criticando en estos días, estarían mucho peor atendidos. En las residencias, por lo general, hay buena alimentación, buena higiene y buena atención sanitaria. Pero los mayores saben, y todos sabemos, que la residencia es la antesala donde esperar el final. Por eso se resisten y prefieren seguir en su domicilio hasta que la  vejez les lleva a un grado de dependencia que les impide llevar una vida autónoma.

¿A quién deberíamos culpar por el deterioro palpable del ambiente que uno puede ver cuando visita una residencia? Me parece que no hay culpables, o quizá sí que hay uno: el bienestar de que disfruta la sociedad española, que la ha llevado a convertirse en la segunda más longeva del planeta, por detrás de los japoneses. No olvidemos que tenemos a día de hoy más de 1,5 millones de conciudadanos por encima de los 85 años. Es un logro extraordinario, del que podemos sentirnos orgullosos, como de nuestro liderazgo en el campo de los transplantes. Pero inmortales no somos y a partir de ciertos límites quizás deberíamos hablar más de esperanza de duración que de esperanza de vida. Porque vivir no es lo mismo que durar.

Me resulta, pues, nauseabundo que desde la extrema derecha se hayan utilizado o manipulado las muertes en las residencias para acusar al Gobierno de llevar a cabo una eutanasia feroz. Al menos deberían haber tenido la prudencia de considerar que estos centros dependen de las Comunidades Autónomas y no del Ejecutivo central. Pero todo vale con tal de desgastar al que llaman Gobierno social-comunista. Tengo la impresión de que se acercan tiempos duros en los que de nuevo tendremos que luchar por lo que es evidente.

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