“Mi nombre es María, tengo sesenta años y puedo decir muy alto que soy una persona afortunada. Trabajo cuidando y ayudando a personas desfavorecidas en una pequeña aldea de África. Sus risas, sus palabras de agradecimiento, sus muestras de cariño y su amor incondicional hacen que me sienta la persona más completa del mundo. No tengo mucho, pero tengo todo lo necesario para vivir”.
Silencio total en la sala. Estábamos en una charla sobre voluntariado y María captó mi atención desde el primer momento en que la vi aparecer en el escenario. Su seguridad, su dulce voz, su cara redondeada y sus ojos bondadosos, despertaron enseguida mi curiosidad. – Ella prosiguió hablando-.
“Si alguna de las personas que me conocieron años atrás me viera hoy, no me reconocería, y es que hace ahora veinte años viví un episodio que cambió por completo mi vida”.
Su mirada brillaba de tal manera al hablar de su trabajo, lo vivía con tanta pasión que su entusiasmo embargó enseguida a toda la sala. Un compañero levantó la mano y le preguntó: “¿Siempre supiste que era esto lo que querías hacer con tu vida?”. Su dulce sonrisa iluminó la estancia, bebió un sorbo de agua y continuó con su historia.
“No, la verdad es que no. Jamás se me pasó por la cabeza dedicar mi vida a los demás. De hecho era muy egoísta. Soy abogada, y poseía uno de los bufetes más famosos de Madrid. No necesitaba nada, o al menos eso creía yo.
Un día descubrí que mi esposo me engañaba, salí de casa llena de rabia y dolor. Corrí y corrí hasta caer rendida en el césped de un parque. No sé cuánto tiempo estuve allí, ni cómo llegué, sólo fui consciente de dónde estaba cuando un anciano me acarició la espalda y me dijo: “¿Se encuentra usted bien?” Mi cara deformada por las lágrimas le dieron la respuesta. Él se sentó a mi lado y comenzó a hablarme de la vida, de su vida. Una vida en la que había encontrado la felicidad ayudando a los demás. Me habló de sus experiencias y de cómo “nuestros grandes problemas pierden todo su valor cuando te enfrentas a una madre que llora desesperada porque no tiene nada que darle de comer a su pequeño desnutrido”.
Sus palabras calaron en mí de tal forma que mis problemas pasaron a un segundo plano.
Manuel, como así se llamaba mi héroe, continuó compartiendo conmigo sus vivencias, historias de personas maravillosas, historias gratificantes de solidaridad…”
En este momento del relato todo el mundo estaba con los cinco sentidos puestos en ella, no se oía ni respirar.
“escuchando a Manuel me di cuenta lo vacía que me encontraba por dentro, de lo infeliz que era. Conocer la infidelidad de mi marido era terrible y, sin embargo, estar allí, en ese momento concreto, en ese parque en particular y junto a esa persona no podía ser sólo fruto de la casualidad … ¡tenía que ser una señal! Vi tanta felicidad en los ojos de Manuel, tanta paz, tanta clama, que supe que era eso lo que yo necesitaba. A sí que dejé todo, y a la semana siguiente estaba haciendo la maleta y cogiendo un avión con él camino de África“.
Sus ojos vidriosos miraron al infinito, y sus manos generosas se apoyaron suavemente en el atril.
“Es curioso cómo cambia la visión de las cosas con el paso del tiempo. En el momento que me enteré de la infidelidad de mi marido creí morir, pensé que era lo peor que me podía pasar y, sin embargo ahora… no puedo ser más feliz. Y así es como he acabado donde estoy, viviendo una vida que jamás me imaginé, y que no cambiaría por nada del mundo“.
Un año más tarde, la historia de María que nos marcó tanto, vuelve de nuevo a mi memoria gracias a una palabra que me encuentro por casualidad leyendo un texto de filosofía: Serendipia. Se trata de un descubrimiento o hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. Proviene del inglés “serendipity”, y fue utilizada por primera vez por Horace Walpole hará unos 250 años, cuando hacía referencia al cuento de hadas persa “Los tres príncipes de Serendip”, quienes estaban siempre “haciendo descubrimientos, accidentales y sagaces, de cosas que no buscaban”.
En ese momento supe que eso es lo que le había ocurrido a María.
Puede que tú no hayas oído hablar mucho de esta palabra, pero lo cierto es que grandes hallazgos a lo largo de la historia han sido fruto de serendipias. Algunos ejemplos son el “hallazgo de la viagra” cuando los científicos buscaban una solución para la angina de pecho, o el “descubrimiento de la penicilina” por el escocés Alexander Fleming.
Lo cierto es que serendipia es una palabra mágica que invita a soñar, que llena y trasforma por completo a la persona que le acontece. Que nos hace darnos cuenta que no hay nada marcado o establecido en nuestras vidas, y cómo es la propia vida, la que nos lleva por caminos que jamás hubiéramos imaginado.
A veces la felicidad está donde menos te lo esperas.
Laura Pérez, Responsable de Comunicación de AB Minerva Psicólogos