- Por Miguel Castillejo Calvo, concejal en el Excmo. Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Vicepresidente del Comité Regional del PSOE de Madrid. Ingeniero Superior de Telecomunicación.
El pasado sábado, en el seno del Comité Regional del PSOE de Madrid, resonó una voz que no es la de un diplomático más, ni la de un funcionario que defiende con pulcritud una causa ajena. Fue la voz de Husni Abdel Wahed, embajador de Palestina en España, la voz de un pueblo herido que se resiste a morir, la voz de quienes, pese a todo, siguen aferrados a la esperanza como única patria indestructible. Su intervención no fue solo un discurso político, fue una apelación íntima, un recordatorio brutal de nuestra humanidad y de nuestra responsabilidad colectiva.
Prefiero comenzar señalando lo obvio y evidente. Cualquiera con un ápice de sentido común y moral condena los ataques de Hamás, esos crímenes que sembraron dolor y sangre inocente en octubre de 2023, justo ahora hace dos años. Y cualquiera con un ápice de humanidad se estremece hasta la médula al contemplar la magnitud del genocidio palestino: más de 60.000 personas asesinadas, 20.000 niños y niñas entre ellas. Vidas segadas por la violencia más descarnada, convertidas en cifras frías cuando en realidad son nombres, historias, abrazos que ya no estarán. La equidistancia entre ambas situaciones no puede seguir siendo la miserable excusa de algunos para devolver la pelota al tejado de quienes denunciamos el genocidio palestino, seguramente en un intento de calmar los gritos de sus conciencias. Un error histórico que a muchos les pesará.
Volviendo al embajador, el señor Abdel abrió sus palabras con gratitud hacia España, hacia su gobierno y hacia la sociedad que, a contracorriente de la tibieza internacional, ha tenido la valentía de situarse en el lado correcto de la Historia. España, dijo, fue de los primeros países en reconocer el Estado palestino, y el tiempo ha dado la razón a esa decisión, pues otros han seguido el mismo camino.
Ese reconocimiento no es un gesto diplomático, es un acto de dignidad. Es un recordatorio de que la política exterior no puede reducirse a balances de poder ni a frías alianzas estratégicas, sino que debe beber de principios. España ha comprendido que Palestina no es solo una cuestión regional, sino una frontera moral. Lo resumió el propio embajador con una claridad conmovedora: “Hoy Palestina representa la causa de la humanidad. Hoy Palestina divide aguas: o se está del lado correcto de la Historia o se está del otro lado.” No se trata de romanticismo ni de retórica, se trata de una elección civilizadora.
Husni Abdel Wahed lo expresó con una mezcla de humildad y firmeza: “No elegimos ser palestinos. Simplemente hemos nacido en Palestina y por lo tanto somos palestinos.” En esas palabras late una tragedia, nacer palestino significa cargar desde la cuna con el peso de la injusticia, la ocupación y la violencia. Pero el embajador añadió algo más: “Ustedes sí son palestinos por elección.”
Y esa frase, aparentemente sencilla, es en realidad una interpelación universal. Nos recuerda que la solidaridad no es un accesorio, sino un acto de elección política y moral. Ser palestino por elección no es apropiarse de un dolor ajeno, sino reconocerse en él, sentir que la herida del pueblo palestino sangra también en nuestra conciencia, porque la humanidad es indivisible.
El embajador relató con crudeza lo que ocurre hoy en Palestina. Un genocidio en curso, perpetrado a la vista de todos, mientras el gobierno de Israel se erige como punta de lanza de una nueva doctrina internacional que desprecia el derecho, el multilateralismo y los principios que han sostenido el orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial.
Las imágenes son conocidas, pero nunca dejan de sacudir. Hospitales bombardeados, personas rescatadas bajo los escombros, gritos desgarrados de niños frente a sus familiares muertos intentando que vuelvan a abrir los ojos, madres que sostienen cuerpos sin vida como si pudieran devolverles el aliento. La magnitud de la barbarie es tal que corre el riesgo de anestesiarnos. Y ahí está el mayor peligro, acostumbrarnos.
Pero Husni Abdel Wahed nos recordó que callar, relativizar o esquivar las palabras es complicidad. “No reconocer que esto es un genocidio es evitar tomar una decisión. Es inaceptable.” Esa claridad, que muchos líderes internacionales rehúyen, es un acto de valentía.
El embajador también recordó, con indignación, la asimetría obscena del tablero global. La palabra hipocresía resulta casi insuficiente. Es, más bien, la degradación de todo principio de justicia. La selectividad moral de las potencias revela una verdad incómoda: el derecho internacional parece ser de aplicación opcional, según convenga a los intereses estratégicos.
Frente a ello, la sociedad civil, los pueblos del mundo, han levantado la voz. Manifestaciones, banderas, vigilias, marchas multitudinarias. ¿Sirven de algo?, se preguntan muchos. El embajador respondió con emoción “sí sirven”. Para los palestinos que resisten bajo los bombardeos, saber que no están solos significa mucho. No detiene las bombas, pero fortalece la esperanza.
En este contexto, España se ha convertido en un país amado. Porque ha demostrado congruencia entre palabras y hechos. No se trata de un regalo ni de una limosna, como enfatizó el embajador. Reconocer Palestina, exigir el fin del genocidio, es un deber moral y político. España ha pagado un precio en acusaciones y críticas, pero ha ganado algo mucho más valioso, la dignidad de estar a la altura de sus propios valores.
Quizá lo más conmovedor del discurso fue la promesa del embajador en nombre de su pueblo: “Nos comprometemos a no perder nuestra humanidad.” Esa frase resume la grandeza de un pueblo que, pese a la devastación, se niega a caer en la resignación o en el resentimiento. Esa resistencia no es solo política o civil, es resistencia moral. Es la negativa a permitir que el odio destruya lo más esencial. Es la obstinación de seguir soñando con un futuro mejor para los hijos, incluso cuando los hijos son enterrados día tras día. Aquí radica la verdadera fortaleza palestina, no en las armas, sino en la voluntad indestructible de existir, de amar, de mantener viva la esperanza.
Escuchar al embajador de Palestina no fue solo un ejercicio de diplomacia. Fue un espejo. Nos obligó a preguntarnos: ¿qué hacemos nosotros? ¿Cuál es nuestra responsabilidad como ciudadanos, como europeos, como seres humanos? Porque la cuestión palestina no es un conflicto lejano, sino una prueba de fuego para nuestra humanidad. Cada vez que miramos hacia otro lado, cada vez que aceptamos el silencio cómplice, traicionamos los valores que decimos defender. La memoria del siglo XX nos debería haber vacunado contra la indiferencia. El “nunca más” pronunciado tras el Holocausto no era selectivo. Nunca más es nunca más para cualquier pueblo, en cualquier lugar, en cualquier tiempo.
Al concluir su intervención, el embajador evocó al poeta Mahmud Darwish: “Somos un pueblo con una enfermedad incurable: la esperanza.” La frase, que podría sonar ingenua, es en realidad la más radical de las resistencias. Porque esperar en medio de la devastación es un acto de rebeldía.
Los palestinos saben que pueden ser asesinados, que sus casas pueden ser destruidas, que sus tierras pueden ser arrebatadas. Pero también saben que hay algo que ninguna bomba puede aniquilar, y es la voluntad de resistir, la dignidad de seguir existiendo, la esperanza de un futuro mejor.
Y esa esperanza, dijo Husni Abdel Wahed, se alimenta también del aliento que viene de fuera, de quienes enarbolan banderas, de quienes marchan en las calles, de quienes no se resignan al silencio.
La intervención del embajador de Palestina en el Comité Regional del PSOE de Madrid no fue un discurso más. Fue un recordatorio de que estamos ante una encrucijada histórica. O defendemos la vida, la justicia y el derecho, o aceptamos que la barbarie se convierta en norma. El dilema es claro: o nos situamos del lado correcto de la Historia o nos convertimos en cómplices del genocidio. No hay neutralidad posible.
La sangre de 20.000 niños nos lo grita con una elocuencia que no admite excusas. La humanidad se mide hoy en Palestina. Y la esperanza palestina, esa enfermedad incurable de la que hablaba Darwish, nos contagia a todos. Porque mientras exista esperanza, todavía hay posibilidad de justicia.