CUENTO DE NAVIDAD | Por Francisco Peña

Este Cuento de Navidad de J. Francisco Peña Martín enfrenta, con una prosa sobria y sin concesiones, dos mundos que conviven en la misma ciudad sin rozarse: el de la liturgia, la rutina y la comodidad, y el de quienes cargan con la guerra, la huida y la exclusión. Un relato incómodo que interpela al lector desde el contraste entre el discurso de la misericordia y la práctica cotidiana del rechazo.

Fotocomposicion de Pedro Erique Andarelli

 

J. Francisco Peña Martín Profesor Honorífico de la Universidad de Alcalá Ex catedrático de Literatura del IES Complutense de Alcalá de Henares Escritor y poeta

 


—¡No te olvides la documentación, Kareb!—¡Ay, casi me olvidaba el contrato de trabajo!
—¡Vaya suerte que tienes! ¡Contrato de trabajo! Yo llevo cinco años trabajando en España y todavía estoy por ver uno. Hasta doce horas diarias por dos euros la hora. Y encima dando gracias y haciendo reverencias al patrón. Con contrato no tendrás problema cuando nos echen de aquí.
—No te creas, Kibo. Iré a ver al jefe, a ver si puede ayudarme, pero ya me ha dicho que él no puede hacer nada, que si el ayuntamiento nos echa tendremos que buscarnos la vida. ¿Tú tienes algo previsto, Kareb?
—¿Yo? Nada de nada. Ya me ves, sin trabajo… voy vendiendo alguna baratija por ahí.

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En la iglesia se estaba calentito. La calle estaba mojada por la lluvia y hacía frío, mucho frío. Jaime se apretujó contra el abrigo de su madre y ella le cubrió amorosamente con su brazo. Enrique, su padre, miraba la escena con placer.

La voz del sacerdote resonaba monótona por las bóvedas de la impresionante iglesia barroca, entre el olor del incienso y el perfume de los asistentes a la misa.

—En el amor a Dios está la verdadera felicidad. Dios está con nosotros. Ya lo dijo en el Evangelio: ama a tu prójimo como a ti mismo. Dios nos ama, Dios es misericordioso, Dios es amor. Jesucristo murió por todos nosotros. Un acto divino de generosidad, porque Dios es la paz y el amor…

Las palabras sonaban, domingo tras domingo, perdidas entre las cúpulas, envueltas en el incienso de la misa.

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—El otro día me tentaron para que hiciera de camello. Me ofrecían un buen dinero para salir adelante y poder alquilar una habitación, pero me negué en rotundo. Yo no quiero participar en esas cosas. Son mierdas peligrosas. Además, si me pillan, me expulsan de España y, si tengo que volver a Senegal, lo más probable es que acabe muerto en algún descampado.
—¿También tú saliste huyendo, Kareb?
—Vinieron una noche los guerrilleros. Entraron en la cabaña y comenzaron a disparar a toda mi familia. Se llevaron a mi hermana. Yo estaba recogiendo un poco de leña en el monte. Cuando volví, todo era un reguero de sangre. Un niño de otra cabaña me avisó de que me estaban buscando. Tiré la leña, salí corriendo y, después de ocho meses y un montón de calamidades, llegué por fin a España. Me sentía feliz. En España podría trabajar, salir adelante… y sacar algo de dinero para pagar a alguien que buscara a mi hermana… pero esto es muy difícil. Llevo cinco años y solo he recibido explotación y palos. ¡Tú tienes contrato de trabajo, Kibo! ¡Vaya suerte!

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Enrique pensaba que tenía que pasar a cobrar el alquiler del piso de la plaza. El inquilino se estaba retrasando. No era la primera vez… y estaba preocupado.

Ana, su mujer, abrazando a su hijo, pensaba que al salir de misa tendría que comprar unas gambas en el súper —menos mal que ahora está abierto también los domingos— para la paella que quería hacer para la comida.

—Dios es amor. La palabra de Dios nos debe llenar de felicidad porque Dios nos quiere, nos quiere como hermanos y, si estamos unidos en el Señor, seremos felices porque nadie podrá contra nosotros.

El niño jugaba a intentar sacar una astilla de la esquina del banco donde estaban sentados.

Mientras, los feligreses se daban la mano con afecto después de que el cura les incitara a darse la paz.

Enrique saludó a Jacinto, que estaba detrás de él, y le dijo:

—Jacinto, luego al salir tenemos que hablar.

Jacinto asintió con la cabeza.

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—Si nos expulsan de este lugar, no sé adónde vamos a poder ir. No nos han ofrecido ninguna alternativa… y mira la lluvia que está cayendo… y el frío que hace. A lo mejor puedo refugiarme en el cubículo donde guardo los cubos de basura que limpio cada día en el restaurante. Si puedo, te aviso.
—No te preocupes, Kibo. Hemos pasado momentos mucho peores. Atravesando Marruecos me dieron una tremenda paliza los guardias y me dejaron tirado en el desierto pensando que estaba muerto. Aquí son cristianos, su religión habla de misericordia; seguro que nos ayudan de una forma u otra. ¿Y tú cómo llegaste aquí?
—Yo vengo de Mali. Me sacaron de mi casa unos guerrilleros de los que se hacen llamar DAESH. Me dieron un fusil y me dijeron: “Venga, a matar a todos los que se opongan al Islam y a su poder”.

A Kibo se le humedecieron los ojos.

—Entrábamos en las casas que nos decían y disparábamos sin mirar. Un día entramos en una escuela… estaba llena de niños… Los mataron a todos. Yo no pude disparar, de terror. Un niño se me quedó mirando con los ojos muy abiertos, muy abiertos. Aquí los tengo —y se señaló la cabeza—, no los puedo borrar. Esa noche salí corriendo, subí al primer cayuco que pude pagar y llegamos a la tierra prometida…

+++

El sacerdote terminó la misa y los feligreses se cerraron los abrigos. Al salir, el viento frío cortaba la piel de la cara.

Enrique se acercó a Jacinto y comentó algo con él. Jacinto volvió a asentir con la cabeza. Jaime se agarró a la mano de su madre.

—Enrique, ¿vamos a casa? Tengo que pasar por el súper antes.
—Vete tú antes. Compra lo que necesites y ve haciendo la comida. Yo tengo que solucionar un asunto con Jacinto.
—Bien, pero no tardes. Ya sabes que el arroz se pasa.
—No te preocupes. Será rápido…

Y esbozó una sonrisa de satisfacción.

+++

Enrique y Jacinto se dirigieron con rapidez, los abrigos bien cerrados, hacia un edificio grande y devastado. Unos gruesos cartones sustituían a los cristales de las ventanas; dos tablas verticales y una más atravesada hacían las veces de puerta; el tejado, desguarnecido a trechos, amenazaba ruina; varios churretones de agua corrían por las paredes. Unas viejas letras dejaban entrever que había sido un centro educativo. Aunque faltaban algunas, aún se podía leer: Instituto “BON SALVADOR”.

Varios coches y una veintena de policías locales, con las porras en la mano, formaban un pasillo por el que salían jóvenes negros con sus escasas pertenencias: hatillos de trapo, carros de supermercado, cestas o maletas desvencijadas.

En silencio, con la cabeza baja, chorreando la lluvia por su piel negra, algunos lloraban, otros encerraban la rabia en los ojos… y a todos les cubría una inmensa tristeza.

Enrique y Jacinto se unieron a un nutrido grupo de hombres y mujeres que, recién salidos de misa, increpaban con fuerza a los jóvenes.

—¡Ladrones! ¡Sinvergüenzas! ¡Delincuentes!
—¡Id a vuestro país a robar!
—¡No queremos que violéis a nuestras mujeres!

Las manos se agitaban en el aire, los gritos se estrellaban contra la barrera policial.

Cuando salió el último de los jóvenes, Enrique y Jacinto emprendieron el camino de vuelta.

—Vamos, Jacinto, que se me pasa el arroz de la paella.

Jacinto asintió sin decir palabra.

A lo lejos, bajo la lluvia, Kibo buscaba con la mirada a Kareb entre la multitud. No lo vio.

El viento apagó las últimas voces.

Dentro de la iglesia, el incienso aún flotaba en el aire.

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