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Carballo reivindica la fotografía como procesión contemporánea que atraviesa las calles, une fe y justicia, y convierte la memoria en acto político.
- Adolfo Carballo se define como ciudadano del mundo. Activista de derechos humanos. Cuestiono lo evidente, exploro los mundos que llevo dentro y busco que cada pensamiento y acción tengan sentido propio. Como decía Voltaire: “El sentido común es el menos común de los sentidos”.
El OJO QUE CAMINA. Aquí no hay silencios. Hay imágenes que se clavan como astillas en la memoria colectiva. No son estampas neutras, ni recuerdos decorativos: son heridas que hablan. La fotografía reivindicativa nace de esa urgencia, de la necesidad de fijar el instante en que lo intolerable se hace visible. Congelar un desahucio, un niño bajo las ruinas de Gaza, una pancarta en la plaza del pueblo, un barrio totalmente abandonado por los administradores públicos, es una manera de construir un relato político y espiritual a la vez.
La fotografía, como la procesión, se despliega en la calle. Ambas comparten una dramaturgia: cuerpos que avanzan, símbolos que interpelan, silencios que pesan. Pero si la procesión tradicional busca elevar la mirada hacia el cielo, la fotografía reivindicativa devuelve la vista a la tierra: a los rostros vulnerables, a las víctimas de guerras lejanas y cercanas, a los barrios olvidados por los ayuntamientos. Las calles se convierten en un escenario compartido.
El municipalismo nos recuerda que la ciudad es algo más que edificios y ordenanzas: es un escenario donde se cruzan lo íntimo y lo colectivo. En esas mismas calles donde cada año avanza la procesión del Cristo o de la Virgen, los vecinos también marchan contra la precariedad, el machismo o el genocidio.
El poder municipal, que autoriza recorridos, instala vallas y regula horarios, se convierte en árbitro de lo que se visibiliza y lo que se margina.
¿Quién tiene derecho a ocupar la plaza? ¿Quién merece silencio reverente y quién recibe multas por interrumpir el tráfico? La fotografía reivindicativa responde con una contundencia incómoda: todos tienen derecho a procesionar su dignidad.
Desde el paso con flores hasta la pancarta con rostros de desaparecidos, desde el tamboril que marca el compás hasta el grito por vivienda digna: las procesiones del dolor y de la esperanza.
Podríamos pensar que las procesiones religiosas son rituales del pasado y que las guerras son tragedias lejanas. Sin embargo, basta mirar a nuestro alrededor para descubrir la continuidad: las procesiones de Semana Santa son, en cierto modo, un espejo de las procesiones de refugiados que atraviesan fronteras con lo puesto. El manto bordado de una Virgen recuerda, por contraste brutal, la manta raída con la que un niño en Siria se protege del frío.
En la pantalla de nuestros móviles circulan estas otras procesiones globales: columnas de familias huyendo de Ucrania, caravanas de desplazados en Sudán, filas de cadáveres envueltos en Gaza. La fotografía las convierte en rituales digitales de duelo y denuncia.
Aunque sucedan a miles de kilómetros, esas imágenes se cuelan en nuestras ciudades: proyectadas en fachadas, impresas en pancartas, compartidas en redes. Y entonces, en medio de la fiesta patronal, alguien levanta un cartel con un rostro bombardeado. Dos procesiones se cruzan: la del incienso y la del humo de la guerra.
Municipalismo y liturgia cívica. El municipalismo, entendido como la política de lo cercano, no puede ignorar este cruce. Porque no se trata solo de gestionar semáforos y basuras: se trata de decidir qué memoria se honra en el espacio público. Si en la plaza se permite el desfile de imágenes sagradas, también debe permitirse la marcha de quienes exigen paz, justicia climática o derechos sociales.
Imaginemos un ayuntamiento que reconozca oficialmente las “procesiones cívicas”: la de los vecinos que recorren las calles con fotografías de sus muertos en accidentes laborales; la de quienes caminan con velas recordando a las víctimas de violencia machista; la de quienes portan pancartas exigiendo el fin del genocidio en Gaza. Procesiones sin palio ni oro, pero con una fuerza simbólica que iguala, o incluso supera, a la tradición religiosa.
La fotografía juega aquí un papel crucial: documenta, multiplica, proyecta estas liturgias de la dignidad. Donde la religión aporta iconos tallados, la fotografía aporta rostros reales. Donde la procesión repite un ritual heredado, la cámara construye un relato urgente y vivo.
Guerras lejanas, heridas cercanas. No se puede hablar de fotografía reivindicativa sin hablar de guerras. Desde la niña quemada por napalm en Vietnam hasta los escombros actuales de Gaza, las imágenes bélicas han marcado la conciencia moral del mundo. Son fotografías que se convierten en procesiones universales del dolor: millones de miradas acompañando a las víctimas, como si caminaran tras un féretro colectivo.
El riesgo, sin embargo, es la saturación: tantas imágenes que acaban anestesiando. Aquí es donde el municipalismo puede jugar un rol transformador: traer esas imágenes al espacio local, convertir la guerra en una pregunta concreta en nuestras plazas. Colgar fotografías de víctimas en un balcón del ayuntamiento, proyectar imágenes en la fachada de una iglesia, incluir en las procesiones tradicionales un momento de recuerdo para quienes mueren bajo las bombas. Que la distancia no sea excusa para la indiferencia.
Una nueva iconografía para nuestras ciudades. Quizás haya llegado el momento de imaginar una iconografía distinta. Procesiones donde vírgenes y cristos caminen junto a fotografías de niños muertos en Gaza. Pasos en los que los santos lleven pancartas por la paz. Altares improvisados en esquinas urbanas que recuerden no solo lo divino, sino también lo humano.
No se trata de profanar lo religioso, sino de actualizarlo: de comprender que el misterio de la fe y la exigencia de la justicia no son caminos opuestos. La fotografía reivindicativa puede ser un puente entre ambos: un ojo que camina junto a la multitud, que registra, que recuerda, que interpela.
Conclusión: procesionar la dignidad. En tiempos de guerras televisadas y barrios abandonados, la fotografía reivindicativa nos ofrece una liturgia cívica alternativa. Nos recuerda que cada manifestación es también una procesión, que cada pancarta es un estandarte, que cada fotografía de un rostro perdido es un icono sagrado.
El municipalismo debería reconocer esa verdad y abrir sus calles a todas las procesiones de la dignidad. Porque la ciudad no es solo para quienes creen en un dios, sino también para quienes creen en la justicia, la paz y la vida compartida.
La pregunta, entonces, no es si mezclamos fotografía, religión y política, sino si tenemos el valor de mirar de frente lo que esas imágenes nos muestran: que la verdadera procesión que atraviesa nuestro tiempo es la de los pueblos que claman por vivir.
“A través de la cámara, las personas se transforman en consumidores o turistas de la realidad, pues esta se considera plural, fascinante y objeto de rapiña.” — Susan Sontag.


















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Ya dijo Chesterton, que estoy seguro que el autor del artículo ni de coña ha leído absolutamente nada, que “cuando alguien deja de creer en Dios, cree en cualquier otra cosa”.
Y lo de “justicia climática” ha sido la expresión que lo ha rematado.
Por cierto, ¿por qué no habla ni dice nada usted de lo que está sucediendo en Nigeria, por ejemplo, y otros países africanos acerca de la matanza de miles de cristianos? ¿Ahí no existe la fotografía reivindicativa?
Fariseísmo puro y duro. Hipocresía en vena.