Mentir no es delito, pero qué bien les funciona | Por Pedro Enrique Andarelli

La frase “mentir no es delito”, elevada a doctrina por Miguel Ángel Rodríguez y bendecida por el Partido Popular, resume un tiempo político donde la falsedad se normaliza y la ética se devalúa. Entre intuiciones capilares, silencios estratégicos y portavoces sin rubor, la mentira ha dejado de ser un escándalo para convertirse en herramienta. Este artículo recorre, con retranca, ese desliz colectivo hacia la impunidad moral con nombre, pelo blanco y apellido mediático.

Entre discursos, silencios y sueldos públicos, el relato continúa. Fotocomposición de Pedro Enrique Andarelli
  • Firmado por Pedro Enrique Andarelli, que ya tiene el pelo blanco, pero aún conserva memoria, ironía y cierta alergia a la mentira.

Miguel Ángel Rodríguez, alias MAR, compareció ante el Tribunal Supremo con esa mezcla tan suya de suficiencia y autoparodia, y soltó, sin soltarla, pero dejando caer la piedra, la frase del año: “mentir no es delito”. No la pronunció literalmente, cierto, pero la dejó en el aire como una tesis doctoral sobre la posverdad aplicada al poder. Desde entonces, el eco no cesa. El Partido Popular, lejos de desautorizarlo, la ha convertido en bandera, argumentando que mentir, si es en el espacio público y con fines narrativos, no está tipificado en el Código Penal. En términos políticos, podría decirse que MAR no declaró: improvisó una performance conceptual sobre la mentira como forma de gobierno.

Todo esto, claro, venía a cuento del sainete judicial de Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso, acusado de fraude fiscal y falsedad documental. Aquel correo del abogado confesando los delitos, y la posterior filtración de otro correo, convenientemente manipulado por Rodríguez, acabó siendo un curso acelerado de fake news en diferido. MAR reconoció que su fabulita del “pacto retirado por órdenes de arriba” era, en realidad, una “deducción”. O sea: lo que cualquiera de nosotros llamaríamos una invención. Pero lo mejor no fue eso. Fue el tono: ese “yo ya tengo el pelo blanco” con que intentó insinuar que, por pura veteranía, podía oler las conspiraciones fiscales desde su despacho. Un nuevo estándar de prueba judicial: la intuición capilar.

La declaración no habría pasado de anécdota si no fuera porque el PP decidió hacer de ella doctrina. Desde Génova, las portavoces repitieron la idea con una naturalidad pasmosa: que mentir no es delito, que exagerar no mata, que el problema son los que se ofenden. Ayuso, lejos de incomodarse, redobló la apuesta: “Miguel Ángel Rodríguez tiene toda mi confianza y no ha mentido”. Así, con dos negaciones y ninguna duda. Feijóo, mientras tanto, ensayaba el método Rajoy: hablar mucho sin decir nada. La mentira ya no se niega, se gestiona.

No todo vale en política, pero parece que casi. En otros tiempos, mentir al Parlamento era motivo de dimisión automática. Hoy, en España, lo que dimite es la vergüenza. Lo recordemos: en 2016, José Manuel Soria cayó en apenas cuatro días tras negar sus vínculos con una empresa offshore en Bahamas. Esperanza Aguirre renunció, entre lágrimas y coletillas, cuando se descubrió que sus subordinados en la Comunidad de Madrid habían hecho del contrato público un arte. Rodrigo Rato negó sus cuentas ocultas hasta que los papeles hablaron por él. Manuel Chaves negó los ERE hasta que se le hizo imposible negar lo innegable. En todos esos casos, la mentira se pagó con la carrera. Pero claro, eran otros tiempos, con otra presión mediática y otro sentido del ridículo.

Fuera de España, el catálogo es más riguroso: John Profumo dimitió en 1963 por mentir al Parlamento sobre un affair con una amante vinculada a un espía soviético. Richard Nixon mintió al país sobre el Watergate y acabó haciendo historia por la puerta de atrás. Priti Patel cayó por negar 14 reuniones con Israel que, vaya sorpresa, sí habían ocurrido. Y Anthony Weiner, sí, el de las fotos indecorosas, mintió sobre sus selfies hasta que el timeline lo devoró. En fin, democracias donde una mentira basta para caer, no donde se convierte en mérito.

La diferencia es de cultura política. En Reino Unido o Estados Unidos, mentir es grave porque socava la confianza institucional. Aquí, en cambio, parece un complemento del cargo. Hay portavoces que mienten como quien respira y asesores que fabrican bulos como si fueran notas de prensa. Y cuando los pillan, se encogen de hombros: “mentir no es delito”. Técnicamente, tienen razón. Éticamente, es una catástrofe.

El caso MAR es la prueba viva de esa degeneración. No solo mintió: institucionalizó la mentira. Lo hizo desde un puesto público, con recursos públicos, para proteger intereses privados. Y lo más inquietante es la defensa cerrada del partido. Feijóo, que venía a regenerar la derecha, ha acabado blanqueando la vieja escuela: la del “todo por la causa”. De hecho, el PP actual ya no debate si una afirmación es verdad o no, sino si conviene. La verdad se ha vuelto una variable comunicativa. Una estrategia. Un Excel.

Que nadie se engañe: no se trata de un episodio menor. Cuando desde el poder se valida la mentira, lo que se erosiona no es solo la confianza en quien miente, sino en las instituciones que lo toleran. La mentira es contagiosa. Y cuando se normaliza desde arriba, se filtra hacia abajo: a los portavoces, a los medios afines, a los votantes. Un día descubres que la frase “mentir no es delito” ya no te indigna: te parece lógica. Ese es el punto exacto donde una democracia empieza a podrirse.

Además, hay un matiz perverso en esta historia. MAR no mintió sobre una cuenta, un máster o un accidente de tráfico. Mintió sobre la Fiscalía, insinuando una conspiración institucional contra Ayuso. Es decir, atacó el corazón mismo del sistema judicial para salvar una narrativa política. Y lo hizo con el aplomo de quien lleva décadas confundiendo la propaganda con el periodismo. Que hoy siga siendo jefe de gabinete de la presidenta autonómica más poderosa del país no es solo un escándalo: es un síntoma.

Quizá, en el fondo, MAR tenga razón en algo: mentir no es delito. Lo que pasa es que debería dar vergüenza. Pero la vergüenza tampoco cotiza. Al contrario: últimamente, mentir garantiza estabilidad laboral. Si no, que se lo pregunten a Cristina Cifuentes, que pasó del “caso máster” a platós con aire acondicionado, o a Noelia Núñez, que estrenó carrera televisiva tras admitir haber inflado su currículum. La mentira, más que un lastre, se ha vuelto un máster en resiliencia política. Y, por lo visto, con salida profesional asegurada.

Así que seguimos en este juego de espejos donde el cinismo se confunde con la astucia y la mentira con el relato. Donde los políticos presumen de “tener el pelo blanco” como si la veteranía fuera coartada. Donde un partido entero se lanza a defender lo indefendible, convencido de que la moral es cosa de progres. Y donde, para colmo, los embusteros acaban opinando sobre ética en tertulias de sobremesa. El ecosistema se retroalimenta: primero mientes, luego niegas, después dimites, y finalmente te fichan para comentar la actualidad. La redención cotiza al minuto de share.

Mientras tanto, la ciudadanía observa, entre perpleja y cansada. Porque al final, la posverdad no es más que eso: la verdad que se rindió del todo. Y cuando la política se construye sobre mentiras impunes, la verdad se convierte en resistencia. Mentir no será delito, pero gobernar así es, como mínimo, una estafa.

El Supremo lo sabe. La prensa lo demuestra. Y el PP lo protege. Miguel Ángel Rodríguez mintió bajo juramento, amenazó a periodistas y sigue cobrando 96.210 euros anuales de dinero público por hacerlo. La corrupción ya no es solo económica: es moral. Y cuando el poder se acostumbra a mentir sin pagar precio, la mentira se vuelve norma. Si mentir se convierte en rutina, decir la verdad se convierte en resistencia.

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