La flotilla | Por Pedro Enrique Andarelli

La interceptación de la Global Sumud Flotilla por parte de Israel, más que un episodio naval, ha devuelto el conflicto palestino-israelí al primer plano mundial. Una misión imposible en lo práctico, pero victoriosa en lo simbólico: barcos cargados de activistas, harina y preguntas incómodas que han reabierto un debate enquistado. Entre la memoria del Exodus y la tragedia de Gaza, persiste la búsqueda de una paz justa entre dos Estados condenados a convivir.

Recreación del abordaje. Fotocomposición de AH
  • Pedro Enrique Andarelli firma una reflexión crítica y humanista sobre la Global Sumud Flotilla, entre ecos del Exodus, equidistancias asimétricas y la urgencia de dos Estados.

Hay gestos que, aunque condenados de antemano al fracaso, logran un efecto más duradero que muchas victorias militares. La llamada Global Sumud Flotilla, interceptada en aguas internacionales por la marina israelí el 1 de octubre, pertenece a esa categoría de acciones imposibles que no se miden por su eficacia logística, sino por la capacidad de colocar un tema en el centro de la conversación mundial. En ese sentido, la flotilla ha sido un éxito: durante días, Gaza ha vuelto a los titulares, recordándonos que el conflicto palestino-israelí sigue siendo la herida abierta más persistente de nuestro tiempo.

La escena, repetida hasta la saciedad en vídeos y fotos: soldados israelíes abordando barcos civiles con drones y cañones de agua. Entre los detenidos, 65 ciudadanos españoles, incluida Ada Colau, el diputado Serigne Mbaye y hasta la activista sueca Greta Thunberg, convertida en inesperado rostro de la misión. No se trata solo de harina, leche infantil o kits médicos. La flotilla transportaba símbolos, preguntas y una carga mediática imposible de ignorar. Como sucedió con la Mavi Marmara en 2010, el eco global ha sido inmediato: la ONU, gobiernos europeos, redes sociales, todos opinando sobre la legitimidad de un bloqueo que ya dura 18 años.

Hay un paralelismo inevitable con la travesía del Exodus en 1947, inmortalizada por Leon Uris en su novela homónima. Entonces eran refugiados judíos tratando de llegar a Palestina, hoy son activistas internacionales tratando de entrar en Gaza. En ambos casos, lo decisivo no fue el desenlace práctico, sino la imagen simbólica de un pueblo cercado y la respuesta internacional. El mar como escenario de utopías frustradas, de barcos que nunca llegan a puerto, pero que obligan a mirar de frente la injusticia.

Conviene, sin embargo, poner las cartas sobre la mesa. Este conflicto no admite equidistancias ingenuas, pero sí una cierta equidistancia asimétrica: rechazar la violencia venga de donde venga, sin ocultar que el poder militar, político y territorial está del lado de Israel. Toda reflexión debe comenzar con una condena clara: los atentados de Hamás del 7 de octubre de 2023 fueron una atrocidad que costó más de mil vidas inocentes y dieron origen a una espiral de violencia que aún perdura. Hamás no es un movimiento de liberación convencional, sino una organización terrorista según la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea. Su carta fundacional de 1988 niega la existencia de Israel y llama a la yihad. Quien no reconozca ese dato, falsea la realidad.

Pero tampoco se puede cerrar los ojos ante la otra cara: la respuesta israelí, bajo el mando de Benjamin Netanyahu, ha supuesto un castigo colectivo que la comunidad internacional no puede normalizar. Más de 40.000 palestinos muertos, ciudades arrasadas, generaciones sin horizonte. Aquí también debemos ser claros: así como rechazamos el negacionismo del Holocausto, debemos rechazar el negacionismo del Genocidio en Gaza. Los extremos se tocan cuando niegan el dolor del otro.

El contraste histórico es brutal. Israel, fundado en 1948 bajo el liderazgo de figuras como David Ben-Gurión, se consolidó con primeros ministros como Golda Meir o Shimon Peres, proyectando al mundo una narrativa de resistencia y democracia. Palestina, en cambio, quedó marcada por la Nakba, la diáspora y líderes como Yasser Arafat, que oscilaron entre la resistencia armada y la diplomacia imposible de Oslo. La fractura interna entre Fatah y Hamás, secularismo frente a islamismo, debilitó todavía más la causa palestina. Mientras tanto, Netanyahu ha prolongado su poder hasta convertirse en el primer ministro más longevo de la historia de Israel, con más de 16 años en tres mandatos.

La flotilla, en este contexto, no cambia equilibrios estratégicos, pero sí revela grietas morales. ¿Qué significa que una exalcaldesa española como Colau, un diputado afrodescendiente como Mbaye o una activista climática como Greta se sienten en la cubierta de un barco para denunciar un bloqueo? Significa que la causa palestina sigue siendo un espejo incómodo para Occidente. España, con Pedro Sánchez al frente, lo sabe bien: su gobierno ha tenido que lidiar con la protección de los 65 españoles detenidos en Ashdod y, al mismo tiempo, con el debate sobre el Plan de Paz de 20 puntos presentado por Donald Trump y Netanyahu apenas un día antes.

El plan, bautizado como “la paz definitiva”, habla de alto al fuego, liberación de rehenes y reconstrucción económica de Gaza con 50.000 millones de dólares. Pero mantiene el control israelí de las fronteras y abre la puerta a reasentamientos de palestinos en países vecinos. Netanyahu lo vende como pragmatismo, Trump como la solución que nadie logró en 3.000 años, y buena parte del mundo árabe lo acepta como mal menor. En Europa, la UE lo apoya con reservas. En España, Sánchez lo respalda como “paso pragmático”, mientras ministros de Sumar lo rechazan como “insuficiente” y “sesgado”.

No hay fórmulas mágicas. Lo que sí hay es una evidencia histórica: la única salida viable pasa por dos Estados, con fronteras seguras, con Jerusalén compartida como capital simbólica y con el reconocimiento mutuo como condición. Israel tiene derecho a existir sin miedo a atentados terroristas. Palestina tiene derecho a existir sin ser reducida a escombros y bloqueos. Ese doble reconocimiento, tan obvio como difícil, es el único camino. Hoy lo respaldan 157 países de la ONU, incluido recientemente Reino Unido, Canadá, Australia y Francia. La pregunta es: ¿qué falta para que se traduzca en hechos?

Jerusalén, con el Muro de las Lamentaciones, la explanada de las mezquitas y el Santo Sepulcro, condensa como ningún otro lugar la tensión entre fe, política e identidad. Judaísmo, cristianismo e islam convergen allí, atrapados en la misma piedra sagrada. No es casual que cada gesto simbólico, desde una flotilla que zarpa desde Barcelona hasta un plan de paz anunciado en Washington, termine proyectándose sobre Jerusalén.

Quizá por eso la flotilla emociona más de lo que incomoda. Porque recuerda que, más allá de la estrategia, todavía hay ciudadanos dispuestos a navegar contra corriente. Como el Exodus en 1947, la Global Sumud Flotilla no será recordada por lo que logró materialmente, sino por lo que reveló: que, en pleno 2025, la esperanza todavía se mide en barcos que saben que van a perder, pero zarpan igual.

¡ Nuestro canal en Telegram! Si te ha interesado esta información, únete ahora a nuestro canal de telegram @alcalahoy para estar al tanto de nuestras noticias.

Comentar

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.