Gorbachov y el fin del comunismo | Por Santiago López Legarda

Elogios desmesurados en occidente y desprecio o como mucho indiferencia en su propio país. Este fue el triste destino de Mijail Seguéyevich Gorbachov desde que llegó al poder en la Unión Soviética y lo ha sido ahora, con ocasión de su muerte en el Hospital Central de Moscú. ¿Cuándo se jodió el comunismo?, podríamos preguntarnos al modo en que el protagonista de Conversación en la Catedral se pregunta cuándo se jodió el Perú.

Mijaíl Gorbachov, junto al muro de Berlín, en mayo de 1998. Foto de Agencias
  • A veces me pregunto cuántos de los cardenales que se reúnen en la Capilla Sixtina  para elegir nuevo Papa creen en Dios.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

Si yo tuviera que responder a esa pregunta, me remontaría mucho en el tiempo: cuando los bolcheviques, al ver que estaban muy lejos de la mayoría en la Asamblea Constituyente que ellos mismos habían convocado, decidieron disolverla. Todo lo que vino después no fue sino un deslizamiento permanentemente acelerado hacia una dictadura cruel y sangrienta. Veinte años después de la Revolución de Octubre solo quedaba con vida uno de sus dirigentes, Stalin, que tras la muerte de Lenin en 1924 había ido asesinando a todos los demás. Bueno, puede que alguno muriera de muerte natural o durase un poco más, como Trotski, asesinado en México en 1940.

Aún podríamos remontarnos un poco más y decir que el comunismo fue un proyecto político que nació ya jodido porque estaba o está basado en una utopía que casa mal con la naturaleza del ser humano. Una sociedad sin clases, sin explotados ni explotadores, una sociedad de la abundancia que escribiría en sus banderas “de cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades”. Ahí queda eso, pudieron haber dicho con gesto torero Marx y Engels después de poner punto final a la madre de todos los panfletos políticos que en el mundo han sido: el Manifiesto Comunista, publicado en 1848.

A veces me pregunto cuántos de los cardenales que se reúnen en la Capilla Sixtina  para elegir nuevo Papa creen en Dios. Y en el supuesto de que crean, cuántos son y se comportan como auténticos cristianos, de acuerdo con la definición que podríamos extraer de la doctrina evangélica. Las utopías pueden llegar a ser muy poderosas, pueden inspirar a millones de seres humanos, pero al final son solo utopías. El comportamiento medio o generalizado tiende a parecerse más a esa definición tan precisa que nos proporciona el refranero español: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

¿Cuántos comunistas auténticos y legítimos había en aquel Comité Central en el que Gorbachov sacó adelante su Perestroika y su Glásnost? Por decirlo con un poco de humor, yo contestaría que uno o ninguno. ¿Cuántos comunistas hay hoy en el Comité Central del Partido Comunista Chino después de haber convertido a su país en el paraíso soñado de cualquier capitalista explotador? ¿Cuántos comunistas en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba? ¿Alguien se atrevería a considerar como modelo de comunistas a la pareja Ortega-Murillo, dictadores nicaragüenses cada día más parecidos a Anastasio Somoza o a los Ceaucescu, dictadores en Rumania?

También podríamos preguntarnos cómo es posible que, a pesar de los crímenes, de los atropellos y los horrores, el comunismo como proyecto político siguiera teniendo el atractivo que tuvo durante tantas décadas. Y ahí tendríamos que recordar que la simple existencia de la Revolución y la posterior creación de la Unión Soviética permitió o impulsó avances impensables del movimiento obrero en todo el mundo. Tendríamos que recordar la victoria sobre los nazis, la lucha de los partisanos en Italia, en Francia, en Yugoslavia. Y en España tendríamos que recordar quiénes se jugaban el pellejo luchando contra la dictadura franquista.

Pero llegó un momento en que todo el mundo tuvo claro que el comunismo, basado en la ausencia total de libertades, en el Estado policíaco y en la falta de estímulos económicos al esfuerzo y el talento individual, no funcionaba y no podía funcionar. Gorbachov comprendió esto y comprendió que la URSS iba a la ruina total con aquel derroche de recursos dedicados a la carrera armamentista. En su cabeza tenía una Unión Soviética basada en la libre voluntad de las partes y no en la fuerza de los tanques. Una Unión Soviética de corte socialdemócrata que buscase la cooperación y no la confrontación con occidente. Su política liberalizadora permitió la caída del Muro de Berlín y la unificación de Alemania, la independencia  de los países bálticos y otras muchas repúblicas que habían formado parte de la URSS. Y en muchos de estos países lo que acabó triunfando no fue una política de izquierda moderada, sino más bien las dictaduras corruptas o las políticas más derechistas, como es el caso actual de Polonia o Hungría. Y qué decir de Rusia, lanzada a revivir la política imperial de la época zarista.

Termino con otra pregunta que a veces me hago: ¿Cómo es posible que esas masas de trabajadores que antes votaban, por ejemplo en Francia, al Partido Comunista hoy estén votando a la extrema derecha? Y la respuesta que me doy a mí mismo es la siguiente: no era un voto altruista basado en el ideal de la utopía que diseñaron Marx y Engels, sino un voto egoísta basado en la esperanza de que un triunfo comunista les proporcionaría mejores salarios y mejores condiciones laborales. Ese egoísmo se expresa hoy votando a partidos que se supone les liberarán de la “competencia desleal”  que les hacen otras masas de desheredados llegadas a nuestros países para hacerse cargo de los trabajos que nosotros no queremos hacer. El ser humano no cambia y la lección que nos deja la caída del comunismo es que las utopías pueden estar bien como fuente de inspiración individual, pero son la fuente de las peores tragedias cuando se tratan de imponer por la fuerza.

 

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