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Una reflexión serena sobre cómo leer, observar y vivir nos transforma, y cómo el silencio también guarda una enseñanza esencial
- Adolfo Carballo se define como ciudadano del mundo. Activista de derechos humanos. Cuestiono lo evidente, exploro los mundos que llevo dentro y busco que cada pensamiento y acción tengan sentido propio. Como decía Voltaire: “El sentido común es el menos común de los sentidos”.
Dedicatoria: “A quienes buscan comprender sin prisa, y a quienes han aprendido que a veces el silencio enseña más que la palabra”.
El aprendizaje es una forma de estar en el mundo. No se limita a acumular información ni a repetir lo que otros han dicho: es, ante todo, una manera de mirar, de escuchar, de leer la vida. A lo largo de los años he comprendido que todo lo que realmente nos transforma nace de tres fuentes esenciales: la lectura, la observación y la experiencia personal. Tres pilares que se entrelazan, se iluminan mutuamente y configuran la manera en que crecemos, nos preguntamos y nos reconocemos.
La lectura ha sido siempre un refugio y una frontera abierta. Un libro no solo informa: acompaña, cuestiona, desestabiliza. Leer es dejar entrar en el pensamiento la voz de otro, permitir que un desconocido —real o imaginario— nos ofrezca una mirada que no sabíamos que nos faltaba. Hay libros que son como espejos: devuelven lo que somos. Otros son como lámparas: muestran lo que aún no vemos. Y algunas son puertas, esas que se abren hacia habitaciones interiores que ignorábamos. La lectura no nos hace sabios por sí misma, pero nos vuelve permeables, nos afina la sensibilidad y nos enseña que cada palabra contiene una forma de mundo.
La observación, en cambio, es el arte silencioso de mirar con atención. No se trata solo de ver, sino de ver de verdad. Cada gesto ajeno, cada sombra sobre la pared, cada cambio en la luz del día puede convertirse en una enseñanza si nos acercamos sin prisa y sin prejuicio. La observación abre en nosotros un espacio donde lo cotidiano se vuelve revelador. A veces basta sentarse a mirar cómo cae la tarde, cómo se mueven las hojas o cómo una persona se acomoda el silencio sobre los hombros para comprender algo que ningún libro podría haber explicado. Mirar con hondura es también una forma de lectura: una lectura del mundo.
La experiencia personal, por su parte, es el terreno donde todo se encarna. No basta con leer ni con observar: hay que vivir. La vida es la maestra más contundente y más paciente. Sus lecciones no se olvidan porque duelen, conmueven, desgarran o iluminan. Aprendemos cuando sufrimos, pero también cuando reímos; aprendemos al equivocarnos, pero también al acertar; aprendemos cuando la vida nos empuja, pero también cuando nos detiene. La experiencia es el libro que escribimos con los días, un libro cuya tinta es nuestra propia presencia.
Desde la perspectiva budista, el aprendizaje es un proceso interno que se cultiva a través de la observación consciente, la lectura reflexiva y la experiencia personal. La observación se enfoca en examinar la realidad externa para entender la mente interna, ya que ambos mundos se reflejan mutuamente. La lectura y el estudio se consideran herramientas de claridad, y la experiencia —especialmente la meditación— permite una comprensión profunda y transformadora de la realidad y de uno mismo. Así, el aprendizaje se convierte en una práctica de lucidez: ver sin engaño, escuchar sin ruido, y actuar desde un centro más sereno.
Hay un momento en el proceso de aprendizaje en el que descubrimos que la experiencia no es otra cosa que una forma de lectura más profunda: leemos las circunstancias como quien lee un poema; leemos nuestros propios silencios como si fueran anotaciones secretas escritas al margen. Es entonces cuando la experiencia deja de ser simplemente “lo que nos pasó” y se convierte en un territorio vivo de significados. De pronto sabemos —no de memoria, sino de comprensión— que nada fue gratuito. Una conversación que ocurrió “por casualidad”, un libro que se cruzó “sin buscarlo”, un silencio que se impuso sin planificación… todo eso es texto. Y reconocerlo es también reconocer que la vida pedagógica no está hecha de metas, sino de la manera en que permitimos que cada acontecimiento nos interprete a nosotros. Aprender, entonces, es una disposición interior: es permitir que la vida nos lea. Y cuando permitimos eso —cuando dejamos de controlar el rumbo y dejamos que los hechos resuenen y sedimenten— algo se aclara dentro, algo se ordena sin esfuerzo: comprender deja de ser un logro y comienza a ser una consecuencia natural de estar presentes.
Así, el aprendizaje surge en ese territorio fronterizo donde la palabra y el silencio se encuentran. La palabra ilumina; el silencio sostiene. La una nos abre caminos, la otra nos permite escuchar lo que en nosotros todavía no tiene nombre. Entre ambos se despliega una forma de sabiduría que no pertenece a los libros ni a la vida sola, sino al modo en que dejamos que ambos nos transforme. Leer, observar y experienciar no son actos separados: son un único movimiento de apertura.
Tal vez por eso, al llegar a cierta edad o cierto grado de conciencia, uno comprende que aprender no es acumular, sino soltar; no es buscar afuera, sino mirar adentro con más claridad. La lectura nos muestra el mundo; la observación lo afina; la experiencia lo encarna. Y en medio de todo ello, una frase puede convertirse en destino, un gesto en revelación o un silencio en hogar.
Porque, finalmente, como recordaba Úrsula K. Le Guin: “Leemos libros para descubrir quiénes somos. Lo que otras personas, reales o imaginarias, hacen, piensan y sienten… es una guía esencial para nuestra comprensión de lo que somos y podemos llegar a ser”.
Nota del autor: “Aprender es escuchar el murmullo del mundo y reconocer en él la voz de uno mismo.”

















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