- Un relato personal y político del final del franquismo para entender un tiempo crucial que muchos idealizan sin saber lo que realmente significó.
«Españoles… Franco… ha muerto». La frase de Carlos Arias Navarro, entre sollozos, sonó en la radio de mi casa. Esa voz quebrada marcó el fin de una época y abrió un silencio raro, casi espeso, en miles de hogares. En el mío, como en tantos otros, todos sabíamos que ese día iba a llegar, pero aun así nos dejó con la sensación de que algo enorme acababa de caerse encima de la mesa. Llevábamos semanas pendientes de los partes médicos del Pardo, que ya eran una especie de responso diario, interminable y moroso, que nos iba preparando, sin decirlo, para el final. El país entero parecía suspendido en un goteo médico que hablaba de una ligera mejoría cuando no la había y de una evolución favorable cuando todo el mundo intuía que el dictador se estaba apagando.
Pero oír aquella frase, con aquel temblor casi teatral en la voz de Arias Navarro, fue otra cosa. Algo se quebró en ese instante. Era el derrumbe del hombre que había sostenido cuarenta años de dictadura y del régimen que había moldeado la vida de varias generaciones. Franco dejó de ser una presencia abstracta, un gesto en monedas, sellos y retratos oficiales, para convertirse en un hecho físico. Un cadáver. Y el país, de repente, tenía que preguntarse qué venía después.
Un par de horas más tarde, bajé al quiosco de Atocha y compré el YA. Aquella portada pertenece ya a la arqueología del país. Una fotografía enorme de Franco, en vertical, gesto rígido y uniforme perfecto, ocupaba casi toda la página. Sobre la imagen, un titular inmenso, rotundo, sin adornos: «FRANCO HA MUERTO». No había subtítulo ni florituras. La prensa comprendía que ese día no necesitaba adjetivos. Solo hacía falta nombrar el hecho y dejar que cada lector lo interpretara. Lo guardé como quien guarda un boleto hacia el futuro. Aún recuerdo la textura del papel.
Un ilustre lector y colaborador de este medio, nada menos que el cronista oficial de Alcalá, me recordó un detalle que conviene dejar fijado porque aclara muchas cosas. La iglesia de Santa María no fue bombardeada, como se afirmaba en el articulo anterior, sino incendiada el 29 de julio de 1936, cuando Alcalá era claramente zona republicana. El dato no es menor: la fecha y el contexto apuntan a la autoría de aquel incendio, y ayudan a situar la memoria en su sitio, sin equívocos arrastrados durante décadas.
Y ya que hablamos de memorias corregidas, otro lector me recordó un episodio que no mencioné en la primera parte: la explosión del polvorín junto al puente de Zulema, el 5 de septiembre de 1947, cuyo estallido se sintió en toda Alcalá y dañó miles de viviendas. Franco vino a la ciudad tres días después, prometió ayudas y el régimen redujo públicamente la tragedia a un “accidente menor”. Pero lo más grave vino después: el franquismo convirtió aquel accidente por negligencia en un supuesto sabotaje y desencadenó una represión sin pruebas, con fusilamientos y largas condenas de cárcel para decenas de alcalaínos que hoy sabemos inocentes. En ALCALÁ HOY contamos esta historia con detalle en un vídeo imprescindible que puede verse en este enlace:
La represión que siguió al estallido del polvorín de Zulema no fue un caso aislado. En Alcalá, la huella del franquismo dejó una lista larguísima de víctimas que durante décadas quedaron enterradas, literal y figuradamente, en el silencio oficial. Años después, los trabajos de memoria histórica permitieron documentar la existencia de las fosas del Cementerio Viejo, donde yacen 268 ejecutados por la dictadura, una cifra que habla por sí sola del alcance de la represión en la ciudad. También se anunció en su día la creación de un memorial en la ribera del Henares, en la zona conocida como la Playa de los Alemanes, para recordar a los fusilados alcalaínos. Fue un gesto simbólico que quiso rescatar del olvido a quienes pagaron con su vida los excesos del régimen, aunque aquel espacio ha ido perdiendo ese carácter con las remodelaciones más recientes. Son recordatorios silenciosos de una época dura que no conviene olvidar, sobre todo ahora que algunas voces jóvenes miran el franquismo con una nostalgia fabricada en redes. La memoria no es revancha, es contexto, conciencia y, en última instancia, una brújula ética para no repetir lo que como país nos costó sangre, miedo y libertad.
Cerrado ese paréntesis necesario sobre nuestra propia memoria local, vuelvo al final del franquismo. La muerte del dictador llegaba apenas dos meses después de que Franco firmara sus últimas sentencias de muerte, el 27 de septiembre de 1975. Aquel estertor represivo, lejos de demostrar fuerza, fue la confesión de un régimen que se caía a pedazos. Ese mismo otoño, el mundo asistió a otro síntoma de su debilidad terminal: la Marcha Verde. Hasán II empujó a cientos de miles de marroquíes hacia el Sáhara en una operación perfectamente orquestada, mientras el Gobierno español estaba paralizado por la agonía del dictador. Un Franco anciano, sostenido por tubos y morfina, ya no sabía ni podía reaccionar. El país perdió su última colonia casi sin darse cuenta. Fue un aviso claro de que el régimen ya no controlaba ni sus fronteras ni su destino.
Y antes de volver al final del franquismo, conviene recordar que el régimen, lejos de aflojar, todavía ejecutaba con una crueldad casi medieval. El 2 de marzo de 1974, apenas un año y medio antes de morir, Franco ordenó la ejecución por garrote vil de Salvador Puig Antich, un joven anarquista catalán condenado en un consejo de guerra lleno de irregularidades. Aquella muerte sacudió a toda una generación y dejó claro que el franquismo, incluso en su agonía, seguía aferrado a sus métodos más brutales. Con ese contexto, la muerte del dictador llegaba apenas dos meses después de que firmara sus últimas sentencias de muerte, el 27 de septiembre de 1975. Aquel estertor represivo, lejos de demostrar fuerza, fue la confesión de un régimen que se caía a pedazos.
Aquel vacío de poder no comenzó el día de la agonía, sino dos años antes, cuando Carrero Blanco salió despedido por los aires en Claudio Coello. El atentado había destruido la idea de una sucesión natural y dejó al país en un estado de provisionalidad que se prolongó hasta el último estertor. El dictador, agotado, dejó señalado a Juan Carlos como heredero, “atado y bien atado”, pero nadie sabía qué significa eso en un país que llevaba cuarenta años sin votar.
Mientras en los despachos del Pardo se manejaban testamentos políticos, abajo la vida real seguía su curso. Se vivían dos planos que apenas se tocaban. Arriba, el discurso oficial sobre la unidad de destino y los veinticinco años de paz. Abajo, barrios sin alumbrado, fábricas en lucha, asociaciones que nacían a escondidas, curas obreros, un país que intuía que la historia se movía aunque no supiera hacia dónde.
En esos últimos años del régimen, surgieron pequeñas brechas de libertad que se colaban por donde nadie imaginaba. Hermano Lobo, El Papus y un jovencísimo El Jueves eran auténticos refugios gráficos de irreverencia y sátira. Cada semana retrataban una España que comenzaba a reírse del poder. Memes sin internet. Dinamita en papel. Humor que ya anunciaba que algo estaba cambiando.
Mientras tanto, la corrupción tardofranquista funcionaba con la misma discreción que eficacia. Los escándalos de Matesa, Sofico, las redes económicas del Opus Dei, los negocios turísticos que crecían en Baleares bajo el paraguas de ministros tecnócratas, el dinero que viajaba de hoteles a fábricas y de fábricas a ministerios. El régimen hablaba de austeridad, pero el dinero corría por circuitos reservados a unos pocos. Eso también era España.
Y en medio de todo esto, yo tenía 18 años y vivía entre Alcalá de Henares y Madrid, en un trayecto diario que me marcó para siempre. No había dinero para un piso de estudiantes. Cada mañana cogía el ferrobus con un bono que tardamos meses en conseguir. A las siete y cuarto de la mañana cruzaba un Alcalá aún oscuro, con un bocadillo envuelto en papel de estraza y los apuntes bajo el brazo, para subirme a un vagón lleno de obreros somnolientos, estudiantes agitándose por los pasillos y funcionarios leyendo a escondidas el Informaciones.
Ese tren era un pequeño laboratorio sociológico. Había quien discutía de fútbol, quien hablaba de salarios, quien comentaba las últimas huelgas o los rumores políticos. Allí se mezclaba todo. Y mientras, Madrid me esperaba cada día con un aire distinto al de Alcalá. Más ruidoso. Más político. Más tenso.
Recuerdo con nitidez aquel 20 de noviembre. En la Facultad de Ciencias de la Información suspendieron las clases. Hubo un silencio que aún puedo sentir en la piel. Algunos profesores lloraban de verdad. Otros respiraban hondo, como liberados. En la cafetería nadie alzó la voz. Los estudiantes de izquierdas nos mirábamos con una mezcla de incredulidad y prudencia. La muerte del dictador no era una fiesta. Era un punto y aparte.
Mientras tanto, en Alcalá, las persianas del casco histórico bajaron a media asta. En la Plaza de Cervantes hubo quien lloró abrazado, con emoción sincera. Para muchos vecinos mayores, Franco había sido estabilidad y orden. Otros se fueron al bar a tomar un coñac sin decir palabra. Y muchos, miles en toda España, hicieron cola para desfilar ante el féretro del dictador. Algunos con devoción auténtica, otros con curiosidad morbosa, y no pocos —entre ellos varios alcalaínos— para comprobar con sus propios ojos que sí, que era verdad, que había muerto. Que ese final era real. Que la historia había cambiado de pantalla.
Lo que sí teníamos claro, aunque fuera sin palabras, es que entrábamos en una época que iba a cambiarnos la vida. Y que iba a exigirnos algo más que mirar desde la barrera. Los jóvenes empezamos a entenderlo poco a poco, cuando vimos cómo se multiplicaban las huelgas, las reuniones clandestinas, las asambleas, las canciones prohibidas, las discusiones en bares que se prolongaban hasta la madrugada. España se estaba moviendo. Y nosotros con ella .
La libertad, cuando empieza, siempre huele a incertidumbre. Y a vértigo. Si la muerte de Franco fue un mazazo en seco, 1976 fue la resaca. Una resaca larga, densa, llena de contradicciones. Por un lado, un Gobierno que no sabía a qué agarrarse. Por otro, una calle que despertaba con una mezcla de miedo y entusiasmo. Ese año España era una cafetera a punto de silbar. Y fue justo ahí, entre vapores, donde me sorprendió mi propio despertar político.
Yo había entrado en la Facultad de Ciencias de la Información casi por accidente. Tenía un COU serio, con sus notables y algún sobresaliente, y elegí francés en la prueba de acceso porque era la lengua que había que saber. En mi casa siempre hubo un aire afrancesado, herencia de mi madre, que me dejó una erre imposible que no corregí hasta los quince años. Superé la prueba y en primero nos juntamos más de doscientos. Aquello parecía un mitin permanente. Con el tiempo la cifra se redujo, como pasa siempre, pero ese primer año fue un hervidero que nos moldeó a muchos sin que lo supiéramos.
Entré sin carnet político y salí con uno. Perdí la virginidad ideológica en cuestión de meses. Me enrolé en las juventudes de una escisión del PCE situada a la izquierda de Carrillo, fascinada por el eurocomunismo de Berlinguer y el debate interno del comunismo occidental. Leíamos a Lenin, a Mao, a Rosa Luxemburgo y a Marta Harnecker, cuyos manuales pasaban de mano en mano más gastados que los apuntes de Teoría de la Información.
El ambiente de la facultad era una mezcla eléctrica de entusiasmo y peligro. Los Grises entraban cuando les daba la gana. A veces irrumpían en los pasillos con sus cascos, sus porras y ese aire metálico que lo apagaba todo. Recuerdo cómo vibraban las mesas cuando golpeaban las puertas de las aulas. Recuerdo a estudiantes saltando por ventanas laterales para evitar un porrazo. Recuerdo el pánico y la excitación. Allí estaban también Nieves Herrero, mi compañera de pupitre, y Consuelo Berlanga, que aunque no militaban, también tuvieron que esquivar cargas en más de una ocasión. Esa era la vida universitaria de entonces: apuntes, carreras y cafés.
Las figuras invitadas daban aire fresco. Recuerdo especialmente a Miguel Ángel Aguilar, periodista ya prestigioso, irónico, cultísimo, siempre dispuesto a desarmar solemnidades. Sus intervenciones eran pequeñas grietas por las que se colaba el futuro. Nos hablaba de política, de periodismo, de cómo mirar el mundo con ironía y rigor. Era un lujo tenerlo cerca, aunque fuera de manera esporádica.
Y luego estaba Fajardo. José Luis Fajardo Sánchez, catedrático de Historia del Pensamiento Económico y Social. Franquista, del Opus, académico serio, formado en un mundo donde Franco era la figura central del tablero. De hecho, más de una vez presumió de haber visitado al Caudillo en El Pardo. Fajardo era duro, exigente y nada sospechoso de simpatías izquierdistas. Y eso, para nosotros, era casi un estímulo.
Con Casimiro preparamos un trabajo de fin de curso sobre marxismo que nos valió un suspenso tan rotundo que aún lo escucho caer sobre la mesa. No sé qué entregó Nieves en junio, pero desde luego no recuerdo que suspendiera. Lo suyo era otra elegancia. A Casimiro García Abadilllo y a mi nos impuso para septiembre una penitencia muy particular: leer entero a Walter Theimer, subrayarlo, comentarlo y presentarlo. Pasamos el verano con Theimer convertido en un arcoíris de rotulador. En septiembre volvimos con el libro hecho trizas de tanto uso. Fajardo lo hojeó, levantó una ceja y nos puso un siete. Y entonces soltó una frase que se nos quedó incrustada para siempre: «El marxismo también tiene antídoto… y el capitalismo no se cae solo, hay que empujarlo con datos». Tenía mala leche, pero sabía enseñar. Y entender al enemigo es parte de la formación política, aunque sea a regañadientes
Mientras tanto, la facultad vibraba con más cosas que política. Era amor, era música, era amistad, era descubrir a Benedetti o a Gil de Biedma en una tarde de lluvia, era comparar conciertos, era discutir si Llach era mejor que Aute, era tomar café y sentir que todo estaba a punto de cambiar. Y era también trabajo. Yo hacía prácticas en Despunte, el semanario de Torrejón dirigido por Luis Moreno, socialista silencioso y hábil que acabaría participando en el germen de la Comunidad de Madrid. Antes de publicar teníamos que depositar diez ejemplares en el organismo censor. Una vez nos secuestraron un número por un editorial sobre el aborto. Uno de los redactores era miembro de Desmadre 75, autores de Saca el güisky, cheli. Éramos comprometidos, sí, pero también jóvenes y con ganas de divertirnos. La solemnidad no impide el humor.
Fuera de la universidad, el país hervía. En los barrios obreros nacían movimientos vecinales que luego se convertirían en la columna vertebral de la Transición desde abajo. Barrios jóvenes, densos y mal equipados reclamaban lo básico: alumbrado, alcantarillado, colegios dignos, transporte. Aquello no era ideología. Era supervivencia. Años después, la socióloga norteamericana Alice Gail Bier, a quien conocí en una manifestación en la Plaza de Cervantes en 1976, lo explicó con exactitud en su tesis doctoral que el CIS publicó en 1980 Crecimiento urbano y participación vecinal. Ella supo ver lo que nosotros vivíamos casi sin darnos cuenta: que la Transición empezó antes de la política de alto nivel, en los portales y en los patios donde los vecinos discutían cómo querían vivir.
La militancia convivía con la vida. Uno podía ir a clase por la mañana, participar en una asamblea por la tarde y acabar escuchando a Neil Young en un pub por la noche, gracias a casetes que traían los americanos de Torrejón. Aquella música abría ventanas en un país que todavía vivía con las persianas bajadas.
Y mientras la calle se agitaba, en los despachos seguía funcionando la otra España. La corrupción tardofranquista era un esqueleto gigantesco. Matesa, Sofico, las redes empresariales del Opus Dei en Baleares, la doble moral, los hoteles que crecían como setas en Ibiza mientras los hippies buscaban libertad en las calas. Era una paradoja fascinante. España vivía dos vidas sin que ninguna quisiera mirar a la otra.
En clase discutíamos también estas cosas. Y aunque Fajardo fuera franquista, tenía una virtud indudable: conocía al régimen por dentro y sabía explicarlo con una mezcla de rigor y escepticismo. No era uno de los nuestros, pero nos obligaba a afinar el pensamiento. Por eso, paradójicamente, su examen era una especie de rito iniciático.
Las calles de Madrid eran nuestro gimnasio político. Andrés Mellado, Princesa, Plaza de España. Allí corríamos, allí nos escondíamos, allí nos curtíamos. Allí aprendimos que la libertad no se regala. Y cada noche, al volver a Alcalá, la Plaza de Cervantes era el lugar donde todo se asentaba. Comentábamos detenciones, rumores, discursos clandestinos, anécdotas de la facultad, y a veces vendíamos banderitas o pintábamos paredes que duraban horas antes de desaparecer. Ese ir y venir entre Madrid y Alcalá me dio una visión privilegiada de lo que estaba pasando. Madrid era el estruendo. Alcalá era la reflexión, aunque tambien la lucha obrera y vecinal. Entre ambos nacía un país que intentaba pronunciar la palabra libertad sin tartamudear.
Si 1976 fue la resaca, 1977 fue el vértigo. España empezaba a caminar como quien sale de una operación mayor. Se miraba las cicatrices, dudaba, avanzaba, retrocedía, volvía a avanzar. A veces parecía euforia. A veces miedo. Pero el pulso estaba ahí, vivo, insistente.
Ese año cubrí mi primera manifestación legal. Recuerdo la escena como si aún la tuviera delante. Un gris me sostuvo la mirada. Fue un instante breve, casi cinematográfico, pero para mí duró siglos. Pensé: “Si me pega, no podré escribir”. Y quizás por eso no me pegó, o quizás porque él también intuía que el país estaba entrando en otra etapa donde las porras serían cada vez más un estorbo.
En junio votamos en las primeras elecciones democráticas desde 1936. Yo voté al Frente Democrático de Izquierdas, porque uno vota a lo que le arde en las manos cuando tiene veinte años. Mi padre votó a Suárez “para no meterse en líos”. Aquella conversación en la cocina fue una clase magistral de sociología doméstica. Dos generaciones, dos miradas, el mismo país buscando sitio.
Ese mismo año llegó el crimen de los abogados de Atocha. Aquel asesinato colectivo, brutal, pretendía frenar la apertura, pero provocó el efecto contrario. Las manifestaciones, el silencio impresionante del entierro, la reacción cívica… todo empujó al país hacia adelante. Atocha fue el punto de inflexión emocional que marcó la diferencia entre un “quizás” y un “sí”. España eligió democracia porque la alternativa era el abismo.
La universidad seguía siendo un hervidero. Entre clases, octavillas, asambleas, cafés interminables y música americana en casetes traídas de la base de Torrejón, vivíamos en una mezcla de agitación y esperanza. Había noches en las que pensábamos que todo iba a cambiar de golpe, y días en los que temíamos que no cambiase nada. La juventud tiene esa elasticidad emocional que transforma cualquier gesto en una épica.
Llegó 1978 y con él la Constitución. Yo voté sí. Con ilusión, con prudencia, con la certeza de que aquel texto imperfecto era, sin embargo, el mejor camino posible. Aquel día sentí que estábamos firmando un contrato con el futuro. No sabíamos si iba a funcionar, pero al menos era nuestro.
En 1979 llegaron las primeras elecciones municipales. España recuperaba la democracia local y muchos ayuntamientos se convirtieron en pequeños laboratorios de cambio. En Alcalá, la Plaza de Cervantes parecía otra. No una plaza nueva, sino una plaza despierta. Ese año comprendí que la política no está solo en los grandes discursos, sino en los barrios, las farolas, el alcantarillado, el transporte, los colegios.
Y también en las fábricas.Porque es importante decirlo con claridad: Alcalá no era un remanso de paz. Ni lo fue en los años sesenta, ni en los setenta, ni en los primeros ochenta. Las luchas obreras en Roca, en Ibelsa, en la Perlofil, incluso torturas,en tantos polígonos industriales de la ciudad, fueron decisivas. Huelgas durísimas, asambleas ilegales, despidos, listas negras, solidaridad entre barrios, . Sin esa base obrera, sin ese músculo social, la Transición habría sido otra cosa, probablemente más frágil.
Es justo recordarlo porque la memoria oficial suele centrarse en las Cortes, en los despachos, en las altas figuras. Y la democracia se cimentó en buena parte en sitios donde nunca se encendían los focos.
Luego llegó 1981. Ese año yo estaba haciendo el servicio militar obligatorio en Vitoria, en la banda de música de un regimiento. El 23-F me pilló allí. A las seis de la tarde nos formaron con urgencia. “El Congreso está tomado”, dijeron. Y lo siguiente fue patrullar montes helados, hacer guardias en garitas nevadas, masticar incertidumbre con el frío clavado en los huesos. Pensé: “Vuelve todo”. No volvió. No del todo. Pero la sensación de fragilidad se quedó para siempre en quienes vivimos ese día como un aguijón silencioso.
Y ahora, cincuenta años después de la muerte del dictador, uno repasa aquella década y comprende que la Transición fue mucho más compleja de lo que nos contaron. Lo dice bien Nicolás Sartorius en esa entrevista reciente donde afirma que la historia oficial ha ocultado demasiadas sombras. Y tiene razón. Los pactos, las renuncias, los silencios, los tratos soterrados, las presiones, las amenazas… todo formó parte de una operación quirúrgica donde nos jugábamos el país.
Aquel mismo año, mientras nosotros corríamos por Princesa, esquivábamos cargas y vendíamos banderitas en la Plaza de Cervantes, Adolfo Suárez empezaba a tejer su propia red en silencio. Algo intuíamos en las charlas ingeniosas de veteranos como Miguel Ángel Aguilar, que siempre quitaba hierro con una gracia socarrona: «Esto no es una transición, es un trasiego». Lo leíamos entre líneas en Cambio 16, en Triunfo, en Informaciones. Los viernes por la noche veíamos La Clave de Balbín casi en susurros, con el volumen bajo, para no incomodar a los vecinos más devotos del régimen.
Pero la verdadera epopeya, la que no supimos entonces, la he descubierto cincuenta años después viendo «Voladura 76» en La 1. Allí supe hasta qué punto Suárez aplicó el método MIME de la CIA —Money, Ideology, Compromise, Ego— para doblar la resistencia del Búnker. Viajes al Caribe, sobres discretos, guiños, compromisos insinuados, chantaje elegante. Lo sabía el Rey, lo sabía Cassinello, lo sabían los que manejaban los hilos. Nosotros, mientras tanto, empujábamos desde abajo sin conocer la mitad del tablero. Voladura 76 es un thriller político documental que pone al descubierto la operación secreta que llevaron a cabo los espías de Suárez para dinamitar el régimen franquista desde su interior y de forma controlada y que puede verse aquí: https://www.rtve.es/play/videos/voladura-76/
Mientras tanto, yo seguía viajando todos los días en tren entre Alcalá y Madrid, estudiando, militando, trabajando en el semanario Despunte y sobreviviendo a una juventud más intensa de lo que entonces sospechábamos. Y es ahora, cuando veo a los jóvenes de hoy analizar el franquismo desde TikTok, desde Instagram o desde X, cuando siento la necesidad de escribir esto.
No para juzgarles, sino para advertirles con afecto que hay cosas que no se pueden comprender en treinta segundos. Que hay nostalgias hay nostalgias que son veneno y que
hay historias que si no se cuentan se repiten disfrazadas.
Veo a muchos jóvenes inquietos por su futuro, decepcionados con la política, desesperados por la vivienda y el empleo. Lo entiendo. Es legítimo. Pero algunos han empezado a coquetear con una nostalgia que no vivieron. Creen que el franquismo fue orden, trabajo y estabilidad porque así lo relatan vídeos manipulados. No saben que aquel país era más pequeño, más silencioso, más gris. Que la libertad no cabía en él. Que éramos muchos los que corríamos delante de la policía por pedir derechos que hoy se dan por supuestos.
A esos jóvenes les digo: Yo estuve allí y no era mejor. Era más estrecho, más temeroso, más censurado.Y aun así salimos adelante. Y permitanme cerrar este artículo con alusión que estos dias está en el centro del debate político. La reciente condena al Fiscal General del Estado, en coincidencia con el 50 aniversario de la muerte del dictador, a tenor de la cual el abogado alcalaíno Luis Suárez Machota me remite un texto merece figurar en este cierre porque explica, con una sinceridad brutal, por qué ciertas inercias siguen vivas.
Machota recordaba algo que le enseñó un obrero de los astilleros Barreras de Vigo, Antonio, protagonista de altercados parecidos a los de “Los lunes al sol”. Cuando lo procesaron por una farola rota en una manifestación, un concejal del PP le soltó la que quizá sea la definición más cínica y exacta del derecho aplicado en España «A los enemigos por culo, a los amigos el culo y a los indiferentes se les aplica el reglamento vigente.»
Y añadía Machota en su mensaje: Que tras diez años de Derecho en la Complutense y en la Sorbona-Panteón, y más de cincuenta en ejercicio, jamás encontró un análisis más fiel del funcionamiento real de una parte de nuestra judicatura.
A los enemigos se les atiza sin piedad, siguiendo ese viejo “derecho del enemigo” en el que uno es culpable por ser quien es. Así se privó de escaño al diputado canario de Unidas Podemos. Así se echó a Garzón. Así se condenó a las seis obreras de la Suiza de Gijón.
A los amigos se les perdona sin pestañear, dejando prescribir delitos, olvidando quién era “M. Rajoy”, absolviendo comisiones imposibles o bendiciendo operaciones indignas.
Y a los ciudadanos corrientes, simplemente, se les aplica el reglamento vigente.
Cuando tengamos el texto de la sentencia observaremos el bizantinismo jurídico más enrevesado. Demasiado para mantener confianza en esta justicia, finalizaba
Lo conté hace poco en ALCALÁ HOY haciendome eco de un articulo del director de el Diario.es «Justicia o vendetta», donde Escolar destapaba las costuras del Supremo. Hay estructuras que siguen oliendo al pasado, aunque ya no lo sean.
Por eso, cuando escuché la noticia de la condena del Fiscal General del Estado, pensé inevitablemente en Franco y en aquella frase suya que pretendía ser un blindaje para la eternidad: «Todo está atado y bien atado».
Cincuenta años después, España es otra. Pero no todo se desató. La libertad no es una herencia. Es un trabajo. Una vigilancia. Un músculo que se atrofia si se deja a la intemperie.
Por eso escribo esto. Por memoria, Por responsabilidad con los más jóvenes, Por deber cívico, porque, a pesar de las sombras, las inercias y los titubeos, sigo creyendo que este país vale la pena, y porque en mi anterior artículo sobre Franco y el franquismo mucha gente se vió reconocido en mi experiencia y porque anuncié que habría segunda parte. Aquí queda.
👉 ARTÍCULO I · FRANCO Y EL FRANQUISMO (1957–1974)

















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Magnífico artículo, fiel fotografía de unos años apasionantes.
Se puede complementar con la interesantísima serie Anatomía de un instante sobre el libro de Cercas, en M+, que hay que recomendar a todos y, sobre todo, a los más jovenes
Lo haremos en un próximo artículo. En casi 4.000 palabras no me cabian tantos recuerdos de una época para mi intensa, apasionante y tan decisiva en la moderna historia de España.
Como estudiaste francés en COU, te digo: Chapeau, Pedro E.!
Bueno también elegí inglés como optativa. Así que thanks amigo JGG
Bueno, no deja de ser un relato más de aquellos años que vivimos tan intensamente. Yo no estudié periodismo, solo Ingeniería. Fui a manifestaciones de protesta y también corrí delante de los grises cuando salían de las lecheras en la plaza de Embajadores. Por eso y por toda la experiencia vital que hemos ido acumulando, también hablo a mis hijas, familia, amigos, etc. que efectivamente estamos asistiendo a situaciones y personajes distópicos como si estuviéramos viviendo en una serie más de moda de un solipsismo negativo (pesadillas). Ah, y sin querer ganar ningún relato a nadie, considero que quien asume públicamente la responsabilidad de sacar una nota de prensa revelando detalles de una causa judicial de un ciudadano particular siendo además un fiscal general del Estado, según mi criterio, son pocas y justas las penas impuestas al ciudadano García Ortiz. Me niego a formar parte de esa corte que ve al rey vestido.