El día que la justicia dejó a muchos sin palabras | Por Blanca Ibarra

Hay resoluciones judiciales que no solo se leen desde el Derecho, sino desde el impacto que provocan en la sociedad. La condena al Fiscal General del Estado ha reabierto un debate incómodo sobre el uso político de la justicia, el papel de los bulos y el silencio de quienes deberían defender la convivencia democrática. Desde Alcalá de Henares, Blanca Ibarra reflexiona en esta tribuna sobre una deriva preocupante que conecta tribunales, memoria y presente político. Las opiniones publicadas reflejan la voz de sus autores en el marco del debate plural que ALCALÁ HOY promueve.

  • La concejala socialista de Alcalá analiza la condena al Fiscal General, denuncia el avance ultra y advierte riesgos para la convivencia local.

 

A veces una noticia te deja mirando la pantalla del móvil sin saber muy bien si lo que lees es real o un chiste malo. Esto es lo que me pasó el pasado 20 de noviembre. La condena al Fiscal General del Estado ha sido exactamente eso: un golpe seco que cuesta encajar, no por la sorpresa, por desgracia, sino por la sensación de injusticia y desamparo que deja detrás. Y, más si cabe, por todo lo que hemos ido conociendo estos días y que hace aún más difícil entender qué está pasando.

La historia empieza con un bulo. Un bulo lanzado por Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Ayuso, que en el propio juicio reconoció que no tenía ninguna prueba de lo que dijo, que se lo había inventado todo. A partir de ahí se acusó al Fiscal General de un delito de revelación de secretos, pese a que varios periodistas declararon reiteradamente ante el Supremo que ellos tenían la información mucho antes de que la conociera el propio Fiscal General. Y, aun así, con ese panorama, el pasado 20N llegó la condena. Lo más llamativo del caso es que se anunció por nota de prensa, sin sentencia publicada y con dos magistrados pidiendo la absolución. Todo muy tranquilizador.

Mientras tanto, el novio de Ayuso —el mismo que reconoció haber defraudado más de 350.000 euros a Hacienda— pretende usar esta condena para intentar anular su propio procedimiento. Es decir: quien defraudó, buscando limpiar su causa, y quien desmintió un bulo, pagando las consecuencias. Lo mires por donde lo mires, cuesta creerlo.

Por si fuera poco, estos días se ha sabido que dos de los jueces que firman la condena del Fiscal General firmaron en 2014 una sentencia que decía justo lo contrario: que no existe revelación de secretos si esa información ya era conocida. Curiosamente, aquel criterio benefició entonces a un ministro del Partido Popular. Hoy, en un caso idéntico pero que afectaría de lleno a Ayuso y su entorno, cambian de criterio. Y, sinceramente, cuando la justicia dice una cosa un día y la contraria otro, y eso coincide con un intento evidente de dañar a quién gobierna este país, lo que se resiente no es la “doctrina jurídica”, sino la confianza de la gente en la propia democracia.

Pero lo más preocupante no ha sido solo la condena, sino lo que ha venido después. La extrema derecha decidió convocar una manifestación tras el fallo del Tribunal Supremo. La Delegación de Gobierno no la autorizó por riesgo alto de exaltación a la violencia y posibles discursos de odio. Sin embargo, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid finalmente decidía de nuevo cambiar el criterio, argumentando que el riesgo de todo lo anterior era “bajo”. Y ya vimos el resultado: banderas franquistas, símbolos nazis y gritos constantes de “Pedro Sánchez, tiro en la nuca” que todavía estoy esperando que el Partido Popular condene. No hace falta mucha reflexión para entender que aquello no tenía nada de “bajo”.

Y aquí es donde una se plantea hacia dónde vamos. Porque cuando se permite que grupos que añoran dictaduras ocupen la calle con total comodidad, los límites se van moviendo sin que nos demos cuenta. Y lo que ayer era impensable, hoy se normaliza.

Quienes vivimos en Alcalá sabemos bien lo que pasa cuando se da alas a esta gente. Sabemos lo que fue tener grupos nazis campando por la Calle Mayor, amenazando y creyéndose por encima de la ley. Por eso cuesta tanto entender que el Partido Popular, tanto a nivel nacional como local, guarde silencio ante todo esto. Aquí gobiernan con Vox, y Vox no solo no se distancia de estas manifestaciones sino que las alimenta. Y mientras tanto, el PP local calla, acepta, mira a otro lado. Eso también tiene consecuencias.

Porque si en España se legitima y se aplaude a esta gentuza, aquí en Alcalá también se refuerza ese odio, esa polarización constante. Si desde las instituciones se hace ver que esto “entra dentro de lo normal”, esos grupos se crecen. Y si encima los partidos que deberían marcar distancia prefieren proteger sus sillas antes que proteger la convivencia, el camino se estrecha cada día un poco más.

Lo que está ocurriendo no va solo de lo que pasa en los tribunales. Va de qué tipo de país queremos y de qué tipo de ciudad queremos tener. Va de si aprendimos algo de lo que vivimos hace años o si estamos dispuestos a repetirlo. Va de si vamos a permitir que se utilice la justicia políticamente para atacar al oponente simplemente porque no les gusta lo que salió de las urnas. Y va, sobre todo, de si dejamos que el ruido, la crispación y los bulos manden más que el voto de la gente.

Alcalá no merece volver a aquellos tiempos oscuros ni ser un lugar donde las mentiras valgan más que la verdad. Y España tampoco. Por eso es tan importante no acostumbrarse, no tragar con todo, no ver como “normal” lo que no debería serlo nunca.

Porque lo que está en juego no es un titular ni un rifirrafe político: es la convivencia, es la democracia y es nuestra tranquilidad como ciudadanos y ciudadanas.

 

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