- Pedro Enrique Andarelli contrapone el vodevil socialista de Koldo al drama popular de Gürtel y Montoro: cambia el menú, la factura persiste.
En España la corrupción es ya un género literario propio. Tenemos la picaresca, el esperpento y, desde hace unas décadas, la gran novela negra de sobres, comisiones y cuentas en Suiza. Pero dentro de este catálogo de miserias nacionales también hay estilos, escuelas, calidades. Está la corrupción de ópera seria, con banqueros suizos, trajes a medida y directores de orquesta llamados Bárcenas, y está la corrupción de comedia cutre, con amantes despechadas, whatsapps chapuceros y sobres que contienen “lechugas”, “folios” o “chistorras”. Ambas resultan repugnantes, ambas las pagamos los ciudadanos, pero entre una y otra hay una distancia sideral que conviene señalar, aunque sea para echarnos unas risas amargas.
Lo último que nos ha regalado la imaginación política es el enredo de Koldo García, José Luis Ábalos y Santos Cerdán. La UCO, que debería ser una unidad de élite contra el crimen organizado, se ha visto obligada a transcribir mensajes dignos de un libreto de Arniches. “¿Tienes las chistorras?”, “Hoy no, que solo me han dado folios”. Y no, no hablamos de un guion perdido de Berlanga, sino de dirigentes socialistas intercambiando dinero en metálico con claves de charcutería. Con razón dicen que “chistorra” es jerga carcelaria: aquí la celda no es un destino improbable, sino casi un spoiler.
El PSOE, naturalmente, insiste en que todo estaba controlado, auditado, registrado y bendecido por el Tribunal de Cuentas. Y puede que sea cierto en los papeles, pero el hedor de los sobres mal cerrados y de las cifras que no cuadran es insoportable. Ábalos, que parecía ministro de hormigón armado, se ha deshecho como un azucarillo en café caliente. Koldo, que era un asesor de provincias, se ha convertido en protagonista de una opereta bufa. Y Cerdán, que llegó a secretario de Organización, hoy repasa desde la cárcel los audios que lo comprometen. Todo muy edificante.
Pero reconozcámoslo: aquí hablamos de calderilla. De sobrecitos de 800 euros, de comisiones de bar de carretera, de cutrerío ibérico con amantes y hoteles de paso. Corrupción de tasca, menú del día y gaseosa. La comparación con lo que montó el Partido Popular en la década prodigiosa de Gürtel resulta inevitable. Aquello sí que era la ópera wagneriana de la corrupción española: millones que cruzaban fronteras, cuentas suizas de 48 millones, tesoreros con chófer y abogados en nómina, campañas electorales regadas con dinero negro, presidentes compareciendo en plasma, trajes a medida, relojes de lujo y alcaldes que parecían salidos de El Padrino.
Mientras Koldo se conformaba con una o dos chistorras al mes, Bárcenas necesitaba cámaras frigoríficas para guardar sus embutidos. No hablamos de menudeo, sino de toneladas. Lo de Génova no era una charcutería de barrio: era un supermercado de lujo con sección de caviar iraní y champán francés. Y el guion no lo escribía Arniches, sino Wagner con libreto de Mario Puzo. Tanto es así que el PP acabó condenado judicialmente, con sentencias firmes, decenas de dirigentes en prisión y el propio partido multado como partícipe a título lucrativo. El final ya lo conocemos: moción de censura, Rajoy desalojado de La Moncloa y la política española entrando en una nueva era.
Por eso resulta tan cómico ver ahora a Feijóo, a Tellado y a esa portavoz flamante del PP rasgarse las vestiduras con el caso Koldo. Se ponen dignos, se indignan, gesticulan y claman contra la indecencia socialista como si el Partido Popular hubiera sido siempre un convento de clausura. Tienen la desfachatez de pontificar sobre la limpieza institucional, olvidando que en Génova 13 no cabía un alfiler de tanto sobre, maletín y traje a medida. Es como ver a un pirómano denunciando el humo del vecino. Y aunque el “y tú más” es un recurso fácil y cansino, no deja de ser ridículo escuchar estas lecciones de catecismo impartidas desde la sacristía de la corrupción.
La diferencia, y aquí está el matiz, es que en el caso socialista todavía no hay condenas firmes ni mociones de censura. La tragicomedia está en fase de ensayo general, mientras la ópera popular ya fue representada, con críticas demoledoras y abucheos históricos. Pero no por ello conviene relajarse: que un caso esté en cartelera y el otro ya en el archivo judicial no significa que la ciudadanía pueda sentirse tranquila. La moraleja es la misma: cuando los partidos convierten la política en un negocio privado, quienes pagan la factura son los votantes.
No olvidemos tampoco a Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda con aspecto de notario y verbo de opositor de campanillas, ahora enredado en un caso que parece sacado de El Padrino, versión gasística. Según la investigación, entre gaseras y favores fiscales se montó un “Montoro y Asociados” que funcionaba mejor que Repsol. De confirmarse, el hombre que nos subía el IVA del pan mientras hablaba de disciplina fiscal podría terminar en los anales, y no precisamente de Derecho Tributario, como el virtuoso que convirtió la Agencia Tributaria en un club privado de favores. Más que “Hacienda somos todos”, aquello sonaba a “Hacienda son los míos”.
Y qué decir del caso del novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador, que huele más a comedia de enredo que a culebrón financiero. Facturas falsas, ayudas públicas infladas y un juicio abierto por fraude fiscal que amenaza con convertirse en la sitcom judicial de la Puerta del Sol. Mientras Ayuso defiende a capa y espada a su pareja, acusando al Gobierno central de persecución política, la oposición madrileña recuerda que el amor es libre, pero las subvenciones no tanto. Y como guinda, la investigación ha acabado salpicando al mismísimo fiscal general del Estado, llamado a declarar en un proceso paralelo: ahí es cuando la opereta se convierte en ópera bufa, porque un país donde la pareja de la presidenta y el fiscal general comparten sumario ya no necesita guionistas, solo taquilleros.
En el fondo, lo que diferencia a unos y a otros es la escala. El PSOE de Ábalos y Koldo es la corrupción de tasca, con menú del día y chistorra recalentada. El PP de Gürtel y Montoro es la corrupción de estrella Michelin, con caviar iraní, relojes de lujo y cuentas numeradas. Ambas son igual de dañinas, ambas merecen repudio, pero el contraste es hilarante: mientras unos discuten por sobres de 800 euros mal apuntados, otros se reparten millones en Suiza. Y al final, la sensación ciudadana es la misma: que nos toman por idiotas, que se ríen de nosotros en nuestra cara y que el Estado es un chiringuito para amigos.
A todo ello se suma, además, la campaña judicial y mediática desplegada en los últimos meses para desgastar al actual gobierno de coalición. Una estrategia calculada que mezcla sumarios filtrados, titulares en cadena y procedimientos oportunamente acelerados, más pensada para la contienda electoral que para la regeneración democrática. El ciudadano asiste, perplejo, a un espectáculo donde la corrupción convive con la instrumentalización de la justicia y la prensa, y donde la confianza institucional vuelve a ser la gran víctima.
Quizá algún día, para solaz de turistas, se funde el Museo Nacional de la Corrupción Española. Imagino una planta baja dedicada a la farsa socialista, con sus whatsapps de “¿tienes folios?”, sus sobres arrugados y las fotos de amantes despechadas. Y un piso superior, monumental, con la Gran Sala Gürtel-Bárcenas: vitrinas con trajes de Milano, pantallas emitiendo en bucle las declaraciones de Rajoy en plasma, y maquetas de cuentas numeradas en Ginebra. Todo acompañado de música: pasodobles en la planta baja, Wagner en el piso superior.
Y si alguien piensa que la temporada de escándalos se agota aquí, que repase la agenda de los juzgados. El Partido Popular todavía tiene varios debuts de cartelera: desde la trama gasística que salpica a Montoro y a exdirectores de la Agencia Tributaria hasta la función paralela protagonizada por el novio de la presidenta madrileña, con facturas falsas y la sombra del fiscal general paseándose por los pasillos. A este paso, la Audiencia Nacional va a necesitar programar sus juicios como si fueran una temporada de ópera, con abonos y programa de mano. Y mientras tanto, los ciudadanos, espectadores cautivos, seguimos pagando la entrada más cara: la de la desconfianza en las instituciones.