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El psicólogo Javier Bardón analiza cómo nuestros sesgos, emociones y pertenencias grupales moldean la política actual y condicionan nuestra convivencia cotidiana hoy .
- Javier Bardón es profesor de Psicología Social, escritor y peatón”
En este periplo de mes y medio en el que me he visto inmerso con motivo de la presentación de mi nueva novela, me han preguntado varias veces, periodistas y lectores, por qué a un psicólogo le interesa tanto la política. Lo preguntan con una cierta perplejidad, como si ambas disciplinas fueran antagónicas. Nada más lejos de la realidad: psicología y política son primas hermanas, están emparentadas desde los orígenes del hombre, y no se puede entender la una sin la otra.
Cuando hablo de política me refiero a su sentido biopsicoevolutivo; a su función como reguladora social, y no al tinglado este que tenemos ahora montado, con representantes más pendientes de medrar ellos mismos que de procurar el bien común.
Para la psicología evolutiva, la asombrosa facilidad adaptativa del Homo sapiens sapiens no radica en su rapidez, fuerza o agudeza sensorial, sino en la destreza de sus individuos para cooperar. El explosivo aumento del encéfalo humano —sin parangón a lo largo de la filogenia— no se explica tanto por la denodada lucha por los recursos, como postulaban antes las llamadas «teorías ecológicas», sino por nuestras habilidades cooperativas: empatía, altruismo recíproco, lenguaje, negociación. Es precisamente a esta capacidad de coordinarse, de resolver conflictos, de llegar a acuerdos, a la que hoy llamamos política.
Es evidente lo desvalido del ser humano al nacer. A diferencia de otras especies, ningún individuo sobreviviría al margen del grupo. Por otro lado, en todo grupo se generan conflictos; es el precio a pagar. Desde que el hombre es hombre, la política se ha encargado de organizar la convivencia. Convivencia. Del latín convivere; vivir con los otros.
Los padres de la psicología evolutiva moderna, Leda Cosmides y John Tooby, lo afirmaban tajantemente: «el ser humano es un animal político por diseño»; nuestro cerebro está cableado para la interacción social compleja, de ahí que en nuestro neocórtex, la corteza humana por antonomasia, se localicen los procesos cognitivos completos: lenguaje, reconocimiento facial, atribución de intenciones, alianzas, rangos y jerarquías, negociación y engaño. La política, por tanto, no es una invención moderna, ni mucho menos una degradación moral —aunque ciertos líderes se empeñen en degradarla—: es un mecanismo evolutivo esencial para convivir sin devorarnos.
Estos mismos principios explican por qué la psicología social, mi área de especialización, resulta imprescindible para entender la política actual. A la hora de evaluar ideas políticas, la pertenencia grupal pesa más que la racionalidad. Según la teoría de la identidad social de Tajfel, nuclear en esta disciplina, nuestra pertenencia a un grupo actúa como marco de percepción de la realidad, de forma que tendemos a evaluar las ideas no por su contenido, sino por su procedencia. Si vienen de «los nuestros», las consideramos razonables; si de «los otros», sospechosas, desafiantes o incluso absurdas.
Es el sesgo de confirmación grupal: buscamos la información que reafirme nuestra identidad social y rechazamos aquella que la amenace, incluso si es lógicamente sólida. Experimentos en neurociencia prueban que, ante la propuesta de un adversario político, en el cerebro se activan regiones asociadas al miedo o al asco. Nuestra reacción instintiva no será analizarla; sino buscar el fallo que nos permita rechazarla.
Es una forma de proteger nuestra identidad, y tiene todo el sentido evolutivo: en tiempos ancestrales, confiar en el grupo era adaptativo; dudar de él podía condenarnos al aislamiento —al temido ostracismo griego— o a la muerte. En la sociedad moderna, esos mismos mecanismos siguen operando con otros nombres: dogmatismo, polarización, deshumanización.
Durante siglos, los líderes políticos han intuido que la necesidad de pertenencia —y las emociones que arrastra— mueve más que la lógica. Desde hace unas décadas, esa intuición se ha convertido en ciencia aplicada al poder. Los partidos se han entregado a la polarización como estrategia: se prioriza lo identitario, se aparca la argumentación, la negociación, el acuerdo. Las campañas se diseñan con ayuda de politólogos, psicólogos sociales y neurocientíficos que determinan los mensajes a activar: miedo, identidad, odio, esperanza. El miedo moviliza. La identidad fideliza. El odio reafirma. La esperanza impulsa —¡Yes, we can! ¡Make America great again!
Sin embargo, la psicología no se conforma con el análisis y el diagnóstico. También nos ofrece pautas para no sucumbir a la manipulación política, al odio y a la erosión de la empatía. La primera —cómo no—, tomar conciencia: reconocer cómo operan nuestros sesgos de confirmación, de pertenencia, de amenaza. La segunda, separar ideas de personas; evaluar los argumentos por su contenido, no por su procedencia. La tercera, procurar exponernos a distintos puntos de vista, aunque sea de manera controlada, para darnos cuenta de que el otro no es un enemigo, como a menudo nos hacen creer, sino el portador de experiencias, necesidades y valores diferentes. Al fin y al cabo, como diría Darwin, en la variabilidad está la clave de la adaptación.
Pero, ¿y al revés? ¿influye la política en la psicología? Rotundamente sí. El paradigma biopsicosocial imperante en la disciplina plantea que nociones como el bienestar humano, la salud o la enfermedad mental son el resultado de una compleja danza entre factores biológicos —genéticos, fisiológicos, hormonales—; psicológicos —cogniciones, emociones, rasgos de personalidad—; y sociales —materiales, familiares, laborales—. La política incide de manera decisiva en estos últimos. La forma en la que nos organizamos, nos relacionamos y vivimos es, en gran medida, consecuencia de decisiones políticas e ideológicas.
Con todo lo expuesto, querido lector y convecino, espero haber respondido a la pregunta inicial y que ahora se entienda por qué a un psicólogo le interesa tanto la política.
Va de suyo. ¡Va de nuestro!


















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