- Crónica de una jornada donde el silencio eléctrico permitió escuchar el latido de la naturaleza.
- Crónica gráfica de Pedro Enrique Andarelli para ALCALÁ HOY
El apagón apagó la ciudad, pero encendió el valle. Desde el nuevo mirador de la Isla del Colegio, inaugurado en noviembre de 2022, el mundo se extendía a nuestros pies como un edredón de terciopelo verde. Los Cerros de Alcalá se erguían al fondo, guardianes eternos de un río que, ajeno a nuestros cables y nuestros nervios, seguía su curso antiguo y sabio.
Flores silvestres —primaverales y atrevidas— rompían en manchas de color sobre la alfombra de hierba. El viento, leve y perfumado, jugaba entre los sauces y tarayes, meciendo los pensamientos como quien arrulla un sueño. Nuestro reportaje gráfico no miente: era un paisaje para perderse, para olvidarse de todo, salvo de respirar.
En el mirador, dos muchachas de sonrisa franca posaron con alegría despreocupada, contagiando su vitalidad a la mañana. A su lado, un hombre mayor, transistor en mano —ese pequeño tótem de resistencia analógica—, seguía la voz del Presidente del Gobierno, perdida a ratos entre trinos y murmullos de hojas.
La mirada se deslizaba hacia la parte urbanizada de la Isla del Colegio, donde el río, sereno pero no sumiso, recordaba a su paso por el caz de la Isla que, por mucho que lo domestiquemos, su alma es libre.
Bajamos a la ribera del caz, entre verdores saturados por las lluvias recientes. Cada paso era un regalo: el canto del agua, el rumor de insectos recién despertados, la luz filtrándose entre ramas como hilos de oro. Nos cruzamos con un joven que, con la sabiduría breve de quien sabe leer los signos del día, dijo: “Hoy no hay excusas. Es día de mirar.”
El río Henares, aún vigoroso tras las riadas de marzo, cantaba una canción antigua. Sus aguas vestían de verdiazules tornasolados, con pinceladas ocres donde el limo aún recordaba las borrascas de marzo. En sus remansos, los patos jugaban, indiferentes a nuestra presencia, ajenos a apagones y urgencias humanas.
La Ronda del Henares nos llevó en un paseo sereno, entre meandros dibujados con mano paciente por milenios de historia. Los álamos, en su majestad flexible, y los sauces, inclinándose como en reverencia, escoltaban nuestro camino.
Llegamos al Azud de la Presa de las Armas. Allí, el Henares, bravo y orgulloso, se deshacía en espuma blanca, como un caballo desbocado celebrando su propia existencia. A su vera, pequeños grupos de personas contemplaban el espectáculo en silencio, como quien escucha una sinfonía sin director ni partitura.
Era lunes, sí, pero había mutado en domingo. El trabajo calló, el tráfico se detuvo, y la vida, la vida verdadera, susurró su secreto al oído de quien quiso escucharla.
Desde este rincón de crónica, un periodista local —privado de su oficio habitual, pero compensado con creces por el regalo de la naturaleza— envía su solidaridad a todos los que quedaron atrapados en trenes, atascos o salas a oscuras. Hoy, ellos también son parte de este relato.