PROGRESISTAS AL INFIERNO | Por Santiago López Legarda

Al primer político de alto nivel al que yo escuché la palabra “progre” en sentido peyorativo fue Javier Arenas, quien fuera vicepresidente segundo del Gobierno con José María Aznar y candidato a la Presidencia de la Junta de Andalucía. A día de hoy los que estarían de acuerdo con ese uso lingüístico son tan numerosos como las estrellas del cielo o las arenas del mar.

  • En muchos de nuestros pueblos y ciudades, la plaza principal, aquella en torno a la cual se ordena la vida social y económica, es la plaza del mercado.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

 

Permítanme mis queridos lectores de ALCALÁ HOY que les desee unas felices fiestas navideñas y me despida hasta 2025 contándoles – o recordándoles más bien – un viejo chiste.

Hay un numeroso grupo de alumnos armando jaleo en clase de religión y el profesor, luego de imponer el orden a duras penas, se dirige a uno de ellos:

– A ver, Pedrito, cuéntanos qué es la soberbia.

El interpelado contesta muy seguro y de corrido:

– La soberbia es el deseo desordenado de riquezas. Se corrige practicando la lujuria.

Se me vino a la cabeza esta escena pensando en uno de los más grandes inventos de la humanidad, un invento que promueve y estimula y facilita la creación de riqueza, pero que a veces, como la inteligencia artificial, se nos va de las manos, parece cobrar vida propia al margen de sus creadores y presuntos beneficiarios y desencadena los peores instintos, o por lo menos los más egoístas y avariciosos: el mercado.

En muchos de nuestros pueblos y ciudades, la plaza principal, aquella en torno a la cual se ordena la vida social y económica, es la plaza del mercado. Y para los sectores liberales y ultraliberales el mercado es algo sacrosanto, casi como el becerro de oro al que adoraron los israelitas aprovechando que Moisés se había ido a la montaña a recibir de Jehová las Tablas de la Ley. Estos adoradores defienden a capa y espada que los problemas económicos y sociales se resolverían más fácilmente si se dejase actuar en plena libertad a las fuerzas inspiradoras y creativas del mercado.

Frente a esta visión idílica, que parece ir ganando la partida, los progresistas (perdón por la petulancia de incluirme dentro de esta corriente) nos batimos en retirada enarbolando la convicción de que si al mercado no se le ponen límites el mundo acabaría siendo un infierno. Un infierno como el que sufren, por poner un ejemplo, millones de ciudadanos en los Estados Unidos de América cuando descubren que el seguro que habían contratado no les cubre el tratamiento de la enfermedad que han contraído. O como el que sufren miles y miles de jóvenes españoles que desearían independizarse o formar una familia y descubren de pronto que el libre mercado del alquiler no permite acceder al derecho constitucional de una vivienda digna.

Hubo un tiempo en que la palabra progresista gozó de gran predicamento. Para la gente de mi generación ese adjetivo significaba, por encima de todo, que una persona estaba en contra de la dictadura y a favor de los valores democráticos. Decíamos “progre” y queríamos decir que aquel profesor, por ejemplo, era un buen tipo con ideas esclarecedoras y muy valiente al emplear el término dictador en sus clases, con Franco aún vivo aunque ya muy enfermo.

Al primer político de alto nivel al que yo escuché la palabra “progre” en sentido peyorativo fue Javier Arenas, quien fuera vicepresidente segundo del Gobierno con José María Aznar y candidato a la Presidencia de la Junta de Andalucía. A día de hoy los que estarían de acuerdo con ese uso lingüístico son tan numerosos como las estrellas del cielo o las arenas del mar.  Quizá podríamos decir, o temer, que los antiprogresistas están envalentonados. No hay más que mirar a nuestra vecina Francia y contemplar al obcecado “Rey” Macron: las urnas dijeron que el Primer Ministro debería ser un hombre o una mujer del campo progresista, pero él se empeña en alambicadas combinaciones para no atender a ese mandato.

¿Qué queremos los progresistas de este mundo? Lejos de mí la nefanda tentación de pretender resumir en unas pocas frases una corriente política tan vasta y plural. Es cuento largo, como escribió el progresista alemán Gunter Grass. Pero algunos ejemplos se pueden intentar. Los progresistas desearíamos que el Gobierno de los Estados Unidos no estuviera dominado por una caterva de amiguetes milmillonarios; nos gustaría ver triunfar al SPD en las próximas elecciones alemanas; desearíamos que en Gran Bretaña Keir Starmer mantuviera el alto grado de apoyo popular que tuvo y que al parecer está perdiendo muy rápidamente; nos gustaría ver sufrir menos a Pedro Sánchez, con esos aliados imprescindibles que tuvo que buscarse y que de progresistas tienen bien poco.

Decíamos que los antiprogresistas andan envalentonados, y ahí está para demostrarlo la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas. Y uno de sus acólitos más entusiastas, el argentino Javier Milei, amenaza ahora con la motosierra profunda. Vaya usted a saber qué significa eso. En resumidas cuentas, podríamos decir que los progresistas deseamos ante todo y por encima de todo que la mayoría de la gente siga identificándose con los valores democráticos y no con los valores ultraliberales y autoritarios, a pesar de las evidentes y dolorosas dificultades que la democracia tiene para resolver los problemas de esa misma gente, como estamos viendo en España.

Les deseo a todos un feliz 2025 en el que, por supuesto, el libre mercado seguirá imponiendo su descarnada ley. Si son inquilinos, les recomiendo que se unan a otros inquilinos para ver si pueden conseguir que las autoridades hagan algo de verdad eficiente en favor del derecho constitucional a la vivienda; y si son propietarios, yo les sugeriría que acepten ganar un poco menos. Ese me parece un camino razonable para tener la fiesta en paz.

 

 

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