- Pilar Blasco es licenciada en Lengua española y ha colaborado en publicaciones locales en temas de actualidad política y cultural.
La cultura francesa ha creado un mito histórico a través de la famosísima novela de Victor Hugo, del cine, de la televisión, del turismo… como ha hecho con la Torre Eiffel y demás monumentos identitarios de la que un día fue capital del Mundo, y en cierto modo aún lo es. Ese mérito lo tiene Francia y los franceses. Todo lo suyo lo magnifican al máximo y lo hacen tan bien que el público mundial lo compra y lo consume con verdadero entusiasmo. Ir a París, estar en París es muestra de cosmopolitismo y elegancia. Entrar en Notre Dame no es solo entrar en un museo religioso como tantos y como son hoy las catedrales. La autoridad eclesiástica tiene especial cuidado en que su templo no pierda su espíritu verdadero ni se convierta en un paseo de mochila y cámaras de fotos.
Ya lo hicieron este año con la celebración de los Juegos Olímpicos. Este verano parecía que París seguía siendo la capital del Imperio, brillante a base de dinero y de grandeur, esplendorosa de estrellas llegadas de todo el mundo, luciendo su ciudad capital por el orbe como en sus mejores tiempos. Nadie diría que la periferia, las banlieu y el interior, están plagados de malestar multicultural, que otras iglesias francesas han sido profanadas y degollados sus párrocos por integristas terroristas islámicos importados sin criterio y sin permiso, como aquí. Que el resto de las ciudades francesas están aquejadas de los mismos males, violentos chalecos amarillos entre otros, bajo la apariencia de normalidad tradicional francesa. Que su presidente se mueve a duras penas en la cuerda floja del poder a base de pactos imposibles, salvando los muebles en cada elección y que más de la mitad de su pueblo no lo quiere ni lo desea, sino que muchos lo aborrecen.
Notre Dame, la semana pasada estuvo por encima de todo y de todos. Se repitió el desfile de la flor y nata política y monárquica del mundo mundial (menos la española, no sabemos porqué. Otro día hablaremos de eso), se desempolvaron los fastos y el boato de la mejor tradición gala. Igual que el incendio que arrasó el templo hace cinco años, sobrecogiendo a todo el mundo, como si de algo propio se tratara, provocando el estupor y la emotividad de cristianos y ateos de toda Europa y mundo occidental, con la misma emoción y gratitud espontánea se ha percibido la restauración -resurrección la llaman- luminosa y colosal, en la que ha intervenido la comunidad internacional con cuantiosas participaciones y donativos, etc. No es para menos, tratándose de la joya de la corona francesa. Parece por todo ello que Notre Dame es algo más que una iglesia católica.
Es un fenómeno, curioso al menos, que en una sociedad, la europea, en la que la cristiandad está siendo empujada a las tinieblas exteriores por las políticas oficiales, con pocas excepciones, escondida incluso por los mismos cristianos, que la practican en la casi clandestinidad, abolidos signos externos “ofensivos” (ofensivos porqué) por los acomplejados practicantes, los que se han tragado el mantra de la vivencia exclusivamente interior de la práctica cristiana “para no molestar otras sensibilidades”, que se tienen a menos de confesar su fe en Cristo como si se tratara de una vergüenza, y demás censuras y autocensuras que proliferan y se extienden, a la par que se da cabida, generosamente y sin consultar, a confesiones ajenas, adversas e incompatibles con la cristiana, esas sí con manifestaciones externas personales, sociales y públicas, es curioso, repito, que tratándose de Notre Dame, en Francia hayan echado las campanas al vuelo y la casa por la ventana. Momento de reflexión.
Sea por lo que sea, gracias Francia por devolver Nuestra Señora de París, a Europa. Ojalá sea una señal de resurrección también. No perdamos la Fe.