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A muchos puede que les parezca fácil la traducción a escaños parlamentarios del sagrado principio “un hombre (o una mujer) un voto”. Pero no lo es en absoluto.
- Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.
Estamos lejos de haber inventado un método de asignación de escaños que no tenga efectos secundarios o contraindicaciones. Con pocos días de diferencia, han coincidido las elecciones parlamentarias en dos de los países principales de Europa. Y hemos tenido ocasión de comprobar cuán diferentes son, y qué efectos tan distintos producen, los sistemas electorales de Gran Bretaña y Francia.
En el primero de estos países, luego de un largo período conservador de 14 años, se impuso el laborista Keir Starmer con una victoria que los medios de comunicación calificaron de arrolladora, arrasadora, apabullante y otros adjetivos similares. Sin embargo, en términos porcentuales, y a pesar del enorme desgaste sufrido por los conservadores después del Brexit, el Partido Laborista había obtenido un triunfo similar al conseguido por el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones francesas: alrededor de un tercio del electorado o poco más. El mismo apoyo popular en las urnas, pero en un caso se puede hablar de éxito arrollador y en el otro, una vez celebrada la segunda vuelta en Francia, de fracaso palmario. ¿Cómo es posible?
Tanto Gran Bretaña como Francia tienen un sistema electoral que, a mi juicio, presenta dificultades para reflejar adecuadamente la pluralidad social en el parlamento, aunque creo que el francés se acerca más al ideal democrático. Ambos países usan el sistema mayoritario, es decir, dividen el país en centenares de circunscripciones de las que sale un solo representante, el que tenga más votos. Pero en Gran Bretaña es un sistema mayoritario puro y sale elegido el candidato del partido vencedor, sea cual sea el porcentaje obtenido. En teoría podría darse, por ejemplo, una circunscripción con cinco aspirantes empatados en torno al 20 por ciento y se llevaría el escaño aquel que tuviera un solo voto más. Los otros cuatro se quedarían sin nada. Este sistema permitió al Partido Laborista hacerse con 412 escaños de un total de 650. Casi dos tercios de los asientos en Westminster con tan solo un tercio del voto popular.
En Francia quizá lo pensaron un poco mejor e introdujeron un mecanismo que en las elecciones del pasado domingo ha permitido frenar en seco las aspiraciones de la extrema derecha: la segunda vuelta. El sistema sigue siendo mayoritario, sí, pero en cada circunscripción hace falta obtener más del 50 por ciento para adjudicarse el escaño. En caso contrario, los candidatos mejor situados pasan a una segunda vuelta en la que sale elegido quien tenga más apoyos. Gracias a este mecanismo, hasta hace muy poco la extrema derecha francesa tenía una escasa representación parlamentaria a pesar de contar con un fuerte respaldo popular. De hecho, en todas, o casi todas, las elecciones presidenciales celebradas en el último cuarto de siglo el candidato ( o más bien candidata) de la extrema derecha ha conseguido estar en la segunda vuelta, en la que luego ha funcionado el llamado “cordón sanitario” para dar la victoria a los candidatos de la derecha más o menos moderada ( Sarkozy o Macron) o de la izquierda (Francois Holande).
Lo ocurrido el domingo 7 de julio sin duda puede considerarse histórico porque la movilización del frente republicano, es decir, los electores de centro y de izquierdas, ha sido extraordinaria, hasta el punto de dar la vuelta a las encuestas que pronosticaban una mayoría del Reagrupamiento Nacional cercana a la mayoría absoluta. Los líderes de la izquierda y el centro tuvieron la generosidad de retirar a sus candidatos peor situados y los electores han tenido la inteligencia de votar en cada circunscripción al aspirante mejor situado para cerrar el paso a la extrema derecha. Francia nos ha dado una lección de democracia, pero no se puede olvidar el fortísimo apoyo popular al partido de Marine Le Pen. Con un sistema electoral como el que tenemos en España, el candidato Jordan Bardella estaría ahora mismo buscando apoyos para ser investido como Primer Ministro. Adolfo Suárez, por ejemplo, nunca pasó del 35% de los sufragios.
La responsabilidad que recae ahora sobre los dirigentes del centro (el partido Ensemble, del Presidente Macron) y la izquierda (Francia Insumisa, comunistas, socialistas y ecologistas) es enorme. Para empezar, los dirigentes del Nuevo Frente Popular, y muy especialmente el montaraz y ambicioso Jean-Luc Mélenchon, tienen que comprender que buena parte de sus 182 diputados (lejísimos de la mayoría absoluta) se deben al disciplinado voto de los electores centristas; y los dirigentes de Ensemble, con Macron a la cabeza, tienen que aceptar que ya no pueden gobernar en solitario y que su honroso segundo puesto se debe también al no menos disciplinado voto de los electores de izquierdas. En resumidas cuentas, la ciudadanía francesa, fiel a su tradición de respaldo a los valores democráticos y republicanos, ha percibido el peligro que representaban para Francia y para Europa el discurso y el programa de la extrema derecha. Y ahora los dirigentes tienen que poner sobre la mesa un comportamiento igual de ejemplar que el de los votantes. Va a ser complicado y al mismo tiempo imprescindible.
Evidentemente no hay un sistema electoral perfecto, aunque yo también prefiero el francés al inglés. Pero el español tiene también sus pegas por culpa de una ley electoral (la que sigue la famosa regla D’Hont) que también distorsiona, y mucho, la proporción entre los votos emitidos a nivel nacional y la composición del Parlamento.
A causa de ella un diputado de, pongo por ejemplo, Soria, “cuesta” a su partido muchos menos votos que uno de Madrid o Barcelona, pero al mismo tiempo el reparto total de escaqños en las provincias poco pobladas distorsiona mucho esta proporción favoreciendo a los partidos mayoritarios y perjudicando a los mayoritarios, siempre referido a los de implantación nacional.
Y por si fuera poco, los votos en blanco y los de las candidaturas que no consiguieron escaño (en realidad los votos “sobrantes” después del reparto inicial de escaños) se reparten proporcionalmente entre las candidaturas mayoritarias, lo que las beneficia todavía más.
Por el contrario, y éste es otro efecto no menos perverso, premia a los partidos que concentran a sus votantes en un pequeño número de provincias, los nacionalistas para entendernos. Y teniendo en cuenta todos los problemas, todas las extorsiones y todos los perjuicios que llevan ocasionando desde la llegada de la democracia, haciendo de la extorsión a los gobiernos centrales (ni el traganiños de Aznar se libró) que, aunque sólo fuera por esto, ya sería suficiente para suprimirla.
Otra cuestión que a mi modo de ver distorsiona el sistema electoral español son las listas cerradas y bloqueadas, lo que implica que los electores no tenemos la menor posibilidad de elegir o no elegir a los candidatos con nombre y apellidos (salvo al cabeza de lista, claro), por lo que en realidad no elegimos sino que refrendamos lo que ya nos dan cocinado los aparatos de los partidos. Y no quiero hablar de los navajazos que suele haber entre las distintas facciones para colocar a los suyos en los puestos privilegiados de las listas.
Por último, y lo hemos visto recientemente, los pactos postelectorales son un auténtico fraude a los electores, sobre todo cuando se trata de pactos antinatura cuyo único fin es rebañar los votos que les faltan y que, de haberse dado otros resultados electorales, jamás se harían. Pero ya se sabe, hay presidentes que afirman tener pesadillas sobre un posible pacto con otros candidatos que, tras las elecciones, cambian radicalmente de opinión como si fuera de camisa. Nada tengo en contra de las coaliciones electorales, pero siempre que sean previas a las elecciones de modo que los votantes sepan a quien votan y estén seguros de que no les vayan a dar gato por liebre.
Pero como cabe suponer, los partidos (al menos los mayoritarios que son los que cortan el bacalao junto a los nacionalistas o chantajistas, que viene a ser lo mismo) no están en modo alguno por la labor, puesto que ya procuraron en su momento cortarse un traje a medida.
Mis disculpas. En el párrafo:
“el reparto total de escaqños en las provincias poco pobladas distorsiona mucho esta proporción favoreciendo a los partidos mayoritarios y perjudicando a los mayoritarios…”
Obviamente quería decir “perjudicando a los minoritarios”. Creo que se entiende el gazapo, pero por si acaso.