- La palabra que hemos elegido para encabezar estas líneas no se encuentra entre las más bellas o más poéticas de nuestro querido idioma.
- Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.
Cuando uno la oye, instintivamente piensa en algo muy turbio o incluso delictivo. Algo así como cohecho o contubernio o conspiración. Muchos ciudadanos no sabrían decirnos por la calle qué significa. Pero es el término elegido para referirse a la situación que se da en Francia (quizá también en otros países) cuando un Presidente de la tendencia que sea se ve obligado a convivir o entenderse con un Primer Ministro de tendencia opuesta o por lo menos muy distinta.
A diferencia de Portugal, Italia o Alemania, donde los presidentes de la república tienden a ser figuras casi decorativas, Francia es una república presidencialista por obra y gracia de Charles de Gaulle, quien había encabezado la resistencia contra la ocupación nazi y en 1958 se convirtió en el primer Presidente y fundador de la V República. Que un régimen político sea presidencialista quiere decir por lo menos un par de cosas: los presidentes acumulan en su persona muchísimo poder y además no son elegidos por el parlamento, sino por los ciudadanos directamente. En este sentido, podríamos decir que Francia y los Estados Unidos de América se parecen bastante, aunque el inquilino de la Casa Blanca acumula todavía más poderes que el inquilino del Elíseo.
Cuando las cosas ruedan bien y la mayoría política del parlamento coincide con la mayoría política que apoya al Presidente, no suele haber muchos sobresaltos. Por supuesto, los problemas y los descontentos no desaparecen, pero los enfoques para afrontarlos por lo general son coincidentes. Los problemas de verdad empiezan cuando la mayoría parlamentaria elige a un Primer Ministro que no es del gusto del Presidente y además tiene una visión de los asuntos pendientes completamente distinta o contraria a la visión del jefe del Estado. Desde la instauración de la V República, este embrollo de la cohabitación se ha dado en tres ocasiones y, para tratar de evitarlo, se redujo el mandato presidencial de siete a cinco años. De este modo, la elección del Presidente y de los diputados de la Asamblea Nacional serían casi simultáneos.
Pero entre los defectos de Emmanuel Macron, el altivo y elitista Macron, el alumno siempre más aventajado, puede que esté el de ser un poco masoquista. Le quedaban tres años de mandato, tenía plena legitimidad para seguir gobernando, aunque su mayoría parlamentaria era más bien precaria. A pesar de ello, en la noche electoral del 9 de junio, en vista de los malos resultados obtenidos en las elecciones europeas, decidió que “no podía seguir como si nada hubiera pasado” y firmó el decreto presidencial que disolvía la Asamblea Nacional. Nadie ni nada le obligaba a ello, pero él mismo optó por un camino hacia el infierno que muy posiblemente le llevará a dimitir antes de 2027.
Escribo estas líneas mientras los electores franceses acuden a las urnas para una primera vuelta en la que, según las encuestas, saldrán triunfadores los candidatos de la Agrupación Nacional, el partido de extrema derecha que dirige Marine Le Pen. Y para la segunda vuelta, que se celebrará el próximo domingo, lo que esas mismas encuestas pronostican es una mayoría amplia del RN en la Asamblea Nacional, aunque sin llegar a la mayoría absoluta. Cabe recordar en este punto, sin querer ser agoreros, que Adolf Hitler tampoco tenía mayoría absoluta en el Reichstag cuando fue elegido Canciller de Alemania y ya sabemos lo que vino después.
Lo más probable, una vez se conozcan los resultados del 7 de julio, es que el candidato de la extrema derecha, el jovencísimo Jordan Bardella, sea elegido Primer Ministro. Y a partir de ahí casi todo son incógnitas, aunque sí podemos tener al menos una certeza: los valores que tradicionalmente han inspirado la acción política en Francia, los valores republicanos de libertad, igualdad y fraternidad habrán empezado a perder vigencia. La mano dura contra la inmigración, especialmente si es de creencias islámicas, es una de las señas de identidad del programa que pretende aplicar Bardella. Lo más llamativo es que algunos de sus antepasados eran inmigrantes magrebíes y su abuelo paterno se convirtió al Islam y vive en Casablanca.
Los franceses primero, es el lema de Bardella, pero los franceses que sean cristianos viejos, como pasaba aquí en España hace siglos después de la expulsión de los judíos, los franceses que no sean hijos de la inmigración. Ese discurso populista y xenófobo, desgraciadamente, ha calado en la opinión pública francesa. Y llevará al país vecino a la catástrofe, aunque a día de hoy no podamos saber
Buenos días,
Quizás lo que ha calado en la opinión pública francesa es ver en qué se ha convertido su país. Si los que lucharon como resistencia en la IIGM se levantaran de la tumba y vieran la evolución, lo mismo hubieran luchado en otro bando y posicionamiento político.
Es fácilmente entendible que hay franceses que no quieren perder su identidad y viendo cómo está la situación de inseguridad, abandono, robos, violaciones, asesinatos, y un largo etcétera, pues lógico y normal que opten por la alternativa que más les favorezca.
O es que, ¿la democracia sólo vale cuándo ganan los vuestros y no los otros?
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