- A mediados del siglo XX se construyó un campo de rayos gamma con el objetivo de mejorar la agricultura. Tras echar el cierre, su ‘cadáver’ resiste a un lado de la A-2.
Átomos para la agricultura, 11 de junio de 1978. «Penetrar en esta finca, ‘El Encín (720 hectáreas de cultivo y pastos con zonas forestales), entre el río Henares y el kilómetro 38 de la carretera Madrid-Barcelona (término de Alcalá), es como sumergirse de pronto en auténtica ciencia-ficción, en el que coinciden dos misterios: el de la propia Naturaleza, con su oculto laboratorio de las raíces, y el de la invisible técnica nuclear».
Así comenzaba un reportaje a triple página publicado en esta Casa, el Diario ABC, tras la visita del periodista Juan Antonio Cabezas y el fotógrafo Ángel Carchenilla a una de las mayores parcelas de Europa dedicada «a realizar experiencias sobre la aplicación de las radiaciones a la agricultura». Hoy, casi 50 años después, el regreso a este desconocido enclave, clausurado desde hace tiempo y en parte vandalizado, es bien diferente.
Alejado de cualquier imaginario, la primera toma de contacto con el terreno circular resulta fascinante. Y si no lo cree, haga la prueba: entre en Google Maps y busque ‘jardín atómico Alcalá’, cambie la capa de ‘mapa’ a ‘satélite’ y frótese los ojos las veces que haga falta. Comprenderá entonces que el bosque circular no es un ‘bug’ del sistema y sabrá, además, que lo expuesto ante sí no difiere en demasía de los extraños símbolos que Mel Gibson descubre en su célebre película Señales.
El ‘jardín atómico’ de Google Maps es, según la Wikipedia, el ‘campo de radiación gamma de El Encín’, «un centro de investigación agro-alimentario activo entre 1961 y 1973; una instalación nuclear española única en su género y una de las 20 en el mundo de características similares». La información, al menos la del tiempo de extensión de su actividad, toca ponerla en cuarentena a tenor de la citada publicación de ABC, cinco años más tarde del presunto cierre, y con el laboratorio a pleno rendimiento.
La gestión del misterioso enclave corresponde al Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (Imidra), un organismo público de investigación de carácter autónomo que, según desgranan en la web del Gobierno regional, «realiza I+D y otras actividades tecnológicas y de promoción para apoyar el desarrollo agrario, de la industria asociada y de los sectores del mundo rural vinculados con el medio natural». Por tanto, este periódico ha preguntado a la Consejería de Medio Ambiente, Vivienda y Agricultura de la Comunidad de Madrid, de quien depende el Imidra, sin encontrar respuesta sobre la situación actual del recinto o la historia del mismo.
No queda otra que apoyarse en la hemeroteca, en los comentarios de algunos de sus visitantes y en el aspecto visual que presenta el tétrico espacio. Hace ocho meses, el usuario César C. escribió en Google la siguiente reseña: «Abandonado desde hace años, no tiene nada especial dentro. Vallado pero de aquella manera, en fin». Se refería, en primer lugar, al lúgubre estado del bosque, con numerosos árboles caídos, grafitis en los muros e invernaderos, basura acumulada en las casetas… pero también a la fácil entrada a través del cercado, desprovisto en ciertos puntos de alambrada y muy alejado de sus días de gloria.
«La primera fuente radiactiva y el primer laboratorio para la obtención de isótopos aplicables a la agricultura empezaron a funcionar en julio de 1961», describe el viejo artículo de ABC, antes de anotar que allí se colocó la primera fuente de radiaciones en España. «Se trataba de una fuente de cerio, cuya instalación al aire libre y con mando a distancia aún conserva sus estructuras, ya totalmente inactivas. Ocupa el centro de un redondel excavado en el suelo y rodeado de una zona arbolada», reza el texto, enfocado en la morfología del área: «Nos recuerda una pequeña plaza de toros cuyos asientos circulares fuesen pequeños bancales, en los que se instalaban las plantas que habían de recibir las instalaciones nucleares a diferentes distancias del núcleo productor».
La historia de los bosques o jardines atómicos arranca en la década de los 50 del siglo pasado, apenas unos años después de que Estados Unidos lanzase dos bombas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Con toda la opinión pública en contra, estas instalaciones afloraban para revertir la situación y ofrecer a la ciudadanía un uso no bélico de la tecnología de fisión nuclear: el objetivo era lograr mutaciones en semillas y cultivos que pudieran mejorar el rendimiento de la agricultura; es decir, obtener frutos más rápido y de mayor tamaño.
«Estos también son átomos o isótopos para la paz. No sólo ha de servir la fisión del átomo para la fabricación de mortíferas bombas atómicas y dejarlas caer sobre Hiroshima. En la ribera del río Henares, pocos kilómetros de la romana Complutum, los átomos domesticados y pacíficos, al cooperar con la naturaleza, hacen aumentar las espigas de los cereales y dan original coloración a las flores», escribía entonces Juan Antonio Cabezas. Pero lo cierto es que el experimento no resultó tal y la tecnología nuclear avanzada, recibida de Estados Unidos tras los Pactos de Madrid de 1953 (una serie de convenios para instalar en territorio español cuatro bases norteamericanas a cambio de ayuda económica y militar), se apagó en El Encín.
Para la construcción del bosque se plantaron alrededor de 18.000 árboles en círculos concéntricos (líneas de cipreses, olmos, falsas acacias, chopos y acacias; y bandas de pinos piñoneros, algarrobos, cornicabras y nogales, entre otras especies), de los cuales perduran menos de un tercio. Por sectores, el campo de radiación gamma disponía en el centro de una circunferencia de 50 metros de diámetro delimitada por un muro de hormigón. Este presentaba una única entrada con doble curva para minimizar la fuga de radiaciones y estaba cubierto por taludes de tierra escalonados.
Alejado de cualquier imaginario, la primera toma de contacto con el terreno circular resulta fascinante. Y si no lo cree, haga la prueba: entre en Google Maps y busque ‘jardín atómico Alcalá’, cambie la capa de ‘mapa’ a ‘satélite’ y frótese los ojos las veces que haga falta. Comprenderá entonces que el bosque circular no es un ‘bug’ del sistema y sabrá, además, que lo expuesto ante sí no difiere en demasía de los extraños símbolos que Mel Gibson descubre en su célebre película Señales.
El ‘jardín atómico’ de Google Maps es, según la Wikipedia, el ‘campo de radiación gamma de El Encín’, «un centro de investigación agro-alimentario activo entre 1961 y 1973; una instalación nuclear española única en su género y una de las 20 en el mundo de características similares». La información, al menos la del tiempo de extensión de su actividad, toca ponerla en cuarentena a tenor de la citada publicación de ABC, cinco años más tarde del presunto cierre, y con el laboratorio a pleno rendimiento.
La gestión del misterioso enclave corresponde al Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (Imidra), un organismo público de investigación de carácter autónomo que, según desgranan en la web del Gobierno regional, «realiza I+D y otras actividades tecnológicas y de promoción para apoyar el desarrollo agrario, de la industria asociada y de los sectores del mundo rural vinculados con el medio natural». Por tanto, este periódico ha preguntado a la Consejería de Medio Ambiente, Vivienda y Agricultura de la Comunidad de Madrid, de quien depende el Imidra, sin encontrar respuesta sobre la situación actual del recinto o la historia del mismo.
No queda otra que apoyarse en la hemeroteca, en los comentarios de algunos de sus visitantes y en el aspecto visual que presenta el tétrico espacio. Hace ocho meses, el usuario César C. escribió en Google la siguiente reseña: «Abandonado desde hace años, no tiene nada especial dentro. Vallado pero de aquella manera, en fin». Se refería, en primer lugar, al lúgubre estado del bosque, con numerosos árboles caídos, grafitis en los muros e invernaderos, basura acumulada en las casetas… pero también a la fácil entrada a través del cercado, desprovisto en ciertos puntos de alambrada y muy alejado de sus días de gloria.
«La primera fuente radiactiva y el primer laboratorio para la obtención de isótopos aplicables a la agricultura empezaron a funcionar en julio de 1961», describe el viejo artículo de ABC, antes de anotar que allí se colocó la primera fuente de radiaciones en España. «Se trataba de una fuente de cerio, cuya instalación al aire libre y con mando a distancia aún conserva sus estructuras, ya totalmente inactivas. Ocupa el centro de un redondel excavado en el suelo y rodeado de una zona arbolada», reza el texto, enfocado en la morfología del área: «Nos recuerda una pequeña plaza de toros cuyos asientos circulares fuesen pequeños bancales, en los que se instalaban las plantas que habían de recibir las instalaciones nucleares a diferentes distancias del núcleo productor».
La historia de los bosques o jardines atómicos arranca en la década de los 50 del siglo pasado, apenas unos años después de que Estados Unidos lanzase dos bombas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Con toda la opinión pública en contra, estas instalaciones afloraban para revertir la situación y ofrecer a la ciudadanía un uso no bélico de la tecnología de fisión nuclear: el objetivo era lograr mutaciones en semillas y cultivos que pudieran mejorar el rendimiento de la agricultura; es decir, obtener frutos más rápido y de mayor tamaño.
“Estos también son átomos o isótopos para la paz. No sólo ha de servir la fisión del átomo para la fabricación de mortíferas bombas atómicas y dejarlas caer sobre Hiroshima. En la ribera del río Henares, pocos kilómetros de la romana Complutum, los átomos domesticados y pacíficos, al cooperar con la naturaleza, hacen aumentar las espigas de los cereales y dan original coloración a las flores», escribía entonces Juan Antonio Cabezas. Pero lo cierto es que el experimento no resultó tal y la tecnología nuclear avanzada, recibida de Estados Unidos tras los Pactos de Madrid de 1953 (una serie de convenios para instalar en territorio español cuatro bases norteamericanas a cambio de ayuda económica y militar), se apagó en El Encín.
Para la construcción del bosque se plantaron alrededor de 18.000 árboles en círculos concéntricos (líneas de cipreses, olmos, falsas acacias, chopos y acacias; y bandas de pinos piñoneros, algarrobos, cornicabras y nogales, entre otras especies), de los cuales perduran menos de un tercio. Por sectores, el campo de radiación gamma disponía en el centro de una circunferencia de 50 metros de diámetro delimitada por un muro de hormigón. Este presentaba una única entrada con doble curva para minimizar la fuga de radiaciones y estaba cubierto por taludes de tierra escalonados.
Una radioactividad que también se aplicó para tratar de controlar las plagas. «En el laboratorio se adelanta artificialmente el proceso para el paso de huevos a larvas y de estas a cápsulas, en cuyo momento se aplican las radiaciones que determinan la esterilización de los machos adultos. Al no haber fecundación, no hay huevos y tampoco habrá larvas destructoras», sostiene el reportaje de 1978.
En lo que parecen los antiguos bancos de pruebas, todavía hoy son visibles (a través del par de ventanas rotas) algunos tarros con semillas y restos óseos de animales. Los grafiteros han dejado su huella en el exterior de estos singulares invernaderos y la basura esparcida dentro ha terminado por hacer el resto. A un costado del bosque, emerge un polémico campo de golf construido en tiempos de Esperanza Aguirre, dentro del propio espacio natural de El Encín. Las pelotas caen de cuando en cuando sobre su viejo y atómico vecino.