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Quien no haya ido a segar no conoce lo que es el dolor de riñones de los primeros días doblados de sol a sol sobre los surcos infinitos.
- Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.
Cuando yo era niño en la aldea remota no se podía ni soñar con vacaciones en verano porque eran meses de intensísimo trabajo en tareas campestres que comenzaban con la más dura de todas: la siega. Quien no haya ido a segar no conoce lo que es el dolor de riñones de los primeros días doblados de sol a sol sobre los surcos infinitos. Esa sí que habría sido una buena excusa para no formar parte de las mesas electorales, pero entonces no había elecciones libres. Para qué, si el Gobierno del país, como todo el mundo sabe, ya estaba en las mejores manos posibles. El deber ciudadano de participar en la democracia no existía, pero sí existía otro deber del que no era fácil escaquearse: había que ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Sin embargo, la Santa Madre Iglesia, gracias a la magnanimidad de sus ministros, dispensaba a los labradores de cumplir esta obligación durante la época de la siega, el acarreo, la trilla y el resto de exigentes faenas propias del verano.
No éramos infelices, aunque sí pobres de solemnidad. La electricidad había llegado, más o menos, al tiempo de venir yo a este mundo. Pero en las casas no había agua corriente ni cuarto de baño ni retrete ni calefacción; y el único aire acondicionado que uno podía respirar era el de las bodegas, donde se guardaban el vino y las patatas. Vivíamos, sí, en la pobreza absoluta; pero si miras hacia atrás, siempre vas a encontrar a alguien más pobre que tú. En nuestro caso, eran los segadores, que llegaban a la aldea agrupados en cuadrillas de tres o cuatro hombres y se quedaban entre nosotros durante tres o cuatro semanas. Trabajaban, como queda dicho, de sol a sol; y dormían en los pajares, un alojamiento no mucho mejor que la cuadra donde dormían las caballerías o los tinados donde dormían las ovejas. El aseo personal tenían que hacerlo en la misma fuente pública donde las mujeres lavaban la ropa, lo cual no dejaba de tener un cierto componente erótico, supongo, aunque yo entonces no podía apreciarlo. Lo que sí se percibía en el ambiente era un cierto espíritu de discriminación, un cierto aire de superioridad, una cierta prevención, que hoy llamaríamos racista, hacia aquellos seres venidos de tierras ignotas y requemados por el sol y el viento implacables de la estepa castellana.
España ha cambiado mucho para mejor desde entonces. Vinieron los turistas a tostarse en nuestras playas, vinieron las remesas que enviaban los emigrantes, vino el capital extranjero, vino la industrialización y la emigración masiva hacia las ciudades. Y poco a poco fuimos progresando, no gracias a la dictadura como algunos pregonan y a muchos les gustaría creer, sino gracias a la tracción que ejercía sobre nosotros la mejora impresionante de todo el continente europeo. Tenemos un razonable bienestar, se mire por donde se mire, aunque a todos nos gustaría tener una mansión como las que se estilan en Miami o en las costas de Nueva Inglaterra.
Y desde ese bienestar definido por una vivienda digna, un salario o una pensión digna, un contrato de trabajo digno, etc, resulta insoportable que en esta España de hoy haya miles y miles de trabajadores temporeros sometidos a unas condiciones de vida y de trabajo peores que las que sufrían los segadores de mi infancia. Ya no existe para nadie el deber de ir a misa ni tampoco el de pasar por el confesionario. Pero desde esta atalaya de bienestar que hemos conquistado, con el poso de humanidad que aún nos quede, tenemos la obligación de hacer examen de conciencia. Es indigno, es infame que España, la sociedad española, consienta la explotación extrema, la falta absoluta de derechos, de estos miles y miles de personas sin cuyo trabajo, por otra parte, nos iríamos todos por el despeñadero. Las condiciones que sufrían los segadores eran fruto de la pobreza, pero las condiciones que sufren los temporeros de hoy son fruto del egoísmo, de la avaricia, de la inhumanidad, del incumplimiento de leyes y convenios y de la indiferencia de una mayoría que ya no sufre esta injusticia extrema.
En días pasados personalidades muy destacadas del mundo de la cultura, de las artes y del sindicalismo presentaron un manifiesto en el que se pide el voto para las formaciones de izquierda. Yo solo añadiría que, a la luz de la memoria y parafraseando al gran Inmanuel Kant, ese voto constituye hoy, veintitrés de julio de dos mil veintitrés, un imperativo moral categórico.
Santiago, como siempre excelente. Enhorabuena.
Hoy en todo mundo se está observando un cambio climático muy peligroso, pero parece ser que nadie de los expertos quiere sacarlo a la luz pública, ya que puede ser que nunca tenga remedio.
Les dejamos noticias sobre los problemas de salud que están demostrados por utilizar continuamente el teléfono móvil.
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Señor “problemas de salud”: ¿no tenía otra cosa en la que entretenerse? Porque dígame usted qué tiene que ver lo que comenta con la temática del artículo.