Comercio de proximidad | Por Santiago López Legarda

En los últimos años, quizá en los últimos lustros, los únicos comercios de barrio que han proliferado en nuestras calles, aparte de lo que hemos dado en llamar “las tiendas de los chinos”, son las fruterías. Seguramente esto se debe a la escasa inversión inicial de capital que requiere la puesta en marcha de una frutería.

Foto de Pedro Enrique Andarelli
  • Estoy seguro de que ningún alcalaíno ha renunciado al botellín o la caña por la “abusiva” subida experimentada a lo largo de todos estos años.

 

  • Santiago López Legarda es un periodista alcalaíno que ha ejercido en diferentes medios nacionales.

En los últimos años, quizá en los últimos lustros, los únicos comercios de barrio que han proliferado en nuestras calles, aparte de lo que hemos dado en llamar “las tiendas de los chinos”, son las fruterías. Seguramente esto se debe a la escasa inversión inicial de capital que requiere la puesta en marcha de una frutería. Han desaparecido casi por completo los quioscos de prensa, pero sigue habiendo carnicerías, pescaderías, librerías, panaderías, farmacias e incluso tiendas de ropa.

Llevamos décadas viendo aparecer en nuestras ciudades los grandes centros comerciales o las dominantes cadenas de supermercados, pero aún así el llamado comercio de proximidad ha resistido bastante bien. O por lo menos sigue existiendo, cosa que muchos no teníamos nada clara cuando apareció Pryca, que según creo fue el primer gran centro comercial que se instaló en el Corredor del Henares.

En este contexto, uno de los argumentos contrarios a la propuesta de poner topes a ciertos alimentos básicos formulada por Yolanda Díaz que más me ha sorprendido es que podía dañar al comercio de proximidad. Hay que joderse, como habrían dicho los mayores de mi aldea remota. Llevamos décadas autorizando esas grandes superficies comerciales que son la negación misma del pequeño comercio de barrio y ahora resulta que si una docena de huevos no puede venderse por más de un precio equis, los tenderos de toda la vida van a sufrir.

Puede que la propuesta de Díaz sea un poco populista y también oportunista, porque la dirigente gallega necesita construirse un perfil político propio con vistas a las elecciones del año que viene. Pero la idea de que con esa propuesta se va a dañar al pequeño comercio es demagógica y ridícula hasta decir basta. Y en punto a demagogia, qué decir del señor Presidente de CEOE, Antonio Garamendi, quien ve nada menos que la amenaza soviética en la modesta iniciativa lanzada por la Vicepresidenta Segunda. Tampoco andan cortos de demagogia los ultraliberales que han venido a decir que eso de poner topes a ciertos productos básicos es contrario a las leyes del sacrosanto mercado. Habría que recordarles, creo yo, que el Gobierno ultraliberal de la señora Liz Truss acaba de establecer unos topes a lo que pagarán los ciudadanos británicos por el gas y la electricidad.

Así que sí, se podrían establecer esos topes a unos cuantos productos básicos, del mismo modo que se estableció el descuento de 20 céntimos por litro de carburante. Y se podría hacer o bien mediante un acuerdo con el sector de la distribución o bien con cargo al presupuesto, como ha hecho la señora Truss en el Reino Unido. Otra cosa bien distinta es que se quiera hacer o que valga la pena hacerlo.

Yo pienso que ni se quiere hacer ni vale la pena hacerlo. ¿Por qué pienso que no vale la pena? En primer lugar, porque las familias españolas, según los datos del Instituto Nacional de Estadística, apenas dedican al capítulo de la alimentación un15% de su presupuesto anual y los productos sugeridos por Yolanda Díaz solo representarían una pequeña parte de ese 15%. En segundo lugar, porque los que se encuentran en una situación de precariedad real ya tienen a su disposición la posibilidad de obtener alimentos gratuitos a través del Banco de Alimentos, Cáritas y otras ONG. Y en tercer lugar, porque las subidas, aunque pueden resultar escandalosas en términos porcentuales, resultan poco menos que despreciables en términos absolutos, siempre y cuando la inflación actual no se mantenga en el medio plazo. Les pongo un ejemplo: mientras pensaba estas líneas vi en el supermercado el precio de la harina de trigo, 89 céntimos el kilo. ¿Cuánto tendría que subir en términos porcentuales para que los aficionados a hacer pan en casa dejaran de hacerlo?

Les contaré otro ejemplo para reforzar esta idea de que hay algunos productos que no suprimiremos de nuestras costumbres por muy inflacionista que sea la evolución de su precio. En 1978 tomar una caña o un botellín en cualquiera de las carpas del recinto ferial costaba 15 pesetas. Si el precio de este producto superestrella hubiera crecido de acuerdo con la inflación general, en las pasadas fiestas de San Bartolomé tendríamos que haber pagado unos 70 céntimos por tan refrescante placer. Pero estoy seguro de que ninguna caseta lo ofrecía por menos de 1,5 euros. También estoy seguro de que ningún alcalaíno ha renunciado al botellín o la caña por la “abusiva” subida experimentada a lo largo de todos estos años.

Es inevitable que los titulares y las informaciones sobre la inflación desbocada generen una cierta alarma social. Asimismo es inevitable que, al grito de “todo sube”, algunos intenten mejorar o cuando menos proteger sus márgenes de ganancias. Y la consecuencia es que acabemos sitiéndonos peor de lo que realmente estamos, siempre y cuando, insisto, esta inflación sobrevenida no se enquiste y se mantenga a lo largo del tiempo. Necesitamos hacer lo que sea para reconducir los precios hacia una senda más llevadera, pero de eso hablaremos otro día.

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