Un independentista catalán vociferando en la cara de un españolista. Un antideshaucios escracheando a un ministro. Un hooligan futbolero acosando a un hincha rival. Un machote de “vivaspaña” insultando a un gay en el metro. Un gay insultando a un político en una manifestación.
Aquí, el españolista, el ministro, el hincha rival o el político, son las víctimas. Los otros, algo peor. A los primeros debemos protegerlos, a los segundos, debemos denunciarlos. Y da igual quien sea el sujeto o el complemento indirecto: cambien ustedes los protagonistas de las frases anteriores, que no varía nada la reflexión sustancial: quienes más han sufrido la exclusión y el señalamiento de la sociedad (en algún momento, en algún contexto) son los que más deberían entender que esa actitud es la que les hace iguales a quienes les excluyen y señalan.
Que la evolución de la sociedad, con toda justicia, haya traido la igualdad jurídica y la cada vez más cercana igualdad real al colectivo LGTBI, es lo moralmente correcto en el camino de la rehumanización de nuestra sociedad.
El respaldo de la Historia y el apoyo de la Sociedad a la Igualdad de todas las personas (nótese las mayúsculas) es un patrimonio que nos hace mejores a todos. Pero que no se confundan: la reparación de las terribles injusticias sufridas no hacen moralmente superiores a nadie y menos les coloca en una posición de jueces de las conductas de los demás.
El prejuicio es siempre una falta de reflexión y casi siempre de inteligencia. Es la etiqueta fácil de aquellos a los que no les gusta pensar, que se sienten más cómodos y seguros en la superficie de las cosas. Ahora bien, es verdad que el prejuicio es útil. Ha cumplido un papel de cohesionador tribal. Si, el prejuicio es psicologicamente tan fuerte que aporta una enorme seguridad a su poseedor (véase a los cristianos frente a los herejes, “moros” o no; los arios frente a judios y gitanos; los blancos frente a los negros; o si quieren bajar el nivel, los culés antimadridistas o los vikingos antipolacos).
Lamentablemente el prejuicio ha sido y sigue siendo políticamente útil y hay quien lo maneja con gran habilidad. Reducir un adversario a una etiqueta es muy fácil: moviliza mucho sin tener que pensar demasiado. No importa si la etiqueta es “verdad” o no lo es (casi nunca lo son). Pero no nos olvidemos que cuanto más fuerte es el prejuicio, menos evolucionada está una sociedad, un país, una ciudad o un colectivo. Así que menos prejuicios supone más interacción, más integración, más diálogo, más reflexión. Eliminar prejuicios es un ejercicio de inteligencia social colectiva que nos hace mejores a todos. También a los que abroncaron a Judith Piquet pasando el rodillo de los prejuicios. En este caso, hay muy poco de lo que sentirse orgullosos.